lunes, 11 de marzo de 2013

La memoria de la literatura latinoamericana


A partir de 1974, cuando el escritor chileno José Donoso le donó algunos de sus archivos personales, la Firestone Library de la Universidad de Princeton comenzó a nutrirse de manuscritos y papeles originales de autores como Vargas Llosa, Saer, Piglia, Monterroso, Pizarnik, Lezama Lima, Marechal y Cortázar, entre muchos otros. Hoy alberga una colección única en su tipo. Ñ recorrió sus pasillos de la mano del encargado de la sección de América Latina y cuenta qué tesoros guardan y cómo llegaron hasta allí.

POR Juan Jose Mendoza

El guardián de los manuscritos me da un lápiz y seis delicadas hojas para que haga mis notas. Me recuerda que también debo dejar mi libreta de apuntes y mi birome en uno de los lockers. Y muy amablemente me indica un pupitre en el que puedo esperar por una de las cajas que solicité. Antes de ello, debo lavar cuidadosamente mis manos en un lugar especialmente dispuesto para esos fines en la antesala de lectura. Es una tarde gris y con viento. La temperatura es cambiante. Ni demasiado frío ni demasiado calor. Según se vaya desde Nueva York o desde Filadelfia, para llegar a Princeton es necesario tomar tres trenes. En cualquier caso, se hará una escala en Trenton. De allí, un segundo tren irá hasta Princeton Junction y, finalmente, un último tren llegará hasta el campus, un conglomerado de castillos cuasi-medievales en los que el saber de la universidad se guarece. Edificios interconectados por senderos laberínticos, un gran parque temático del conocimiento y la erudición con su propio centro comercial y su propia playa de estacionamiento de bicicletas. Por uno de esos pequeños senderos, atravesando pequeños arcos de triunfo y leones de granito, se llega hasta la Firestone Library, la “Piedra de Fuego” en la que se aloja la más ambiciosa colección de manuscritos de escritores argentinos y latinoamericanos del siglo XX. Allí me espera su curador, Fernando Acosta-Rodríguez.

Princeton desde adentro
Fernando es puertorriqueño y desde hace varios años es el encargado de la parte latinoamericana de manuscritos de la que Don C. Skemer es el curador general. Me cuenta que Peter Johnson, su predecesor, comenzó con el diseño de la sección allá por los años 70. De 1974 data la primera adquisición del archivo, la de los papeles personales del escritor chileno José Donoso, quien cedió a la universidad sus manuscritos como parte del pago de la matrícula de un estudiante destacado. Siempre existieron dudas sobre aquella historia. Fernando sospechaba que podría tratarse de uno de los tantos mitos que circulan por Princeton. Pero hace algún tiempo tropezó con algo. Una carta membretada, firmada por Frederic Fox, el secretario de Actas de aquel entonces, confirma el hecho. En teoría, no mucho se sabe de aquel estudiante destacado, quién fue, qué vínculo lo unió a Donoso. Pero el estudiante existió. Otra de las leyendas era que aquellos papeles de Donoso no podían ser consultados sino hasta pasados los 50 años de su muerte. Pero es probable que ese acuerdo no haya existido tal cual. Donoso falleció en 1996 y, hasta ahora, ya varios han podido consultar sus archivos. Entre ellos se encuentra la propia hija del escritor, Pilar Donoso, autora del libro Correr el tupido velo, una fervorosa indagación en torno a las vacilaciones existenciales de su padre y la compleja relación que mantuvo con su sexualidad el autor de El obsceno pájaro de la noche.
Con la adquisición de los papeles de Donoso comenzó todo. Papeles de Carlos Fuentes, Octavio Paz, Reinaldo Arenas, Guillermo Cabrera Infante y Angel Rama son sólo algunos de los muchos manuscritos que los estantes de la sección han incorporado desde entonces. Entre otras de las primeras adquisiciones del archivo, ocurridas en los tempranos 80, se encuentran los manuscritos de Mario Vargas Llosa. Para refutar otro poco la teoría de la inspiración literaria y fortalecer la del trabajo, esa sola adquisición posee miles de hojas manuscritas dispuestas en 254 cajas, 115 metros lineales de estantería. Y se siguen sumando. No hace mucho que Fernando y Don Skemer se reunieron con el propio Vargas Llosa para conversar la adquisición del resto de sus manuscritos: aquellos papeles que el Premio Nobel de Literatura ha escrito desde mediados de los años 90 hasta la fecha.
Libreros, familiares o intermediarios que han hecho llegar hasta la universidad su ofrecimiento, o el interés y las investigaciones que la propia universidad ha alentado son sólo algunos de los motivos que le han ido añadiendo estantes a Princeton. De entre todos los papeles, me explica Fernando, el diario de Alejandra Pizarnik se encuentra entre los más consultados por los investigadores. Cómo es que el diario de Pizarnik ha ido a parar allí es otra historia. Muchas cosas han pasado desde 1972, fecha de la muerte de la poeta, hasta 1999, año en que sus papeles ingresaron a Firestone Library. Una extraña cadena de hechos que se remontan a la dictadura militar y la necesidad de sacar del país los papeles de Pizarnik para mantenerlos a salvo, trasladarlos en barco, entregarlos a Cortázar poco antes de su muerte en París y, finalmente, la entrega a Princeton de aquellos papeles por parte de Aurora Bernárdez, la ex esposa de Cortázar, en 1999. Son todas esas algunas de las muchas escalas de aquellos manuscritos. Aun después de la edición de sus diarios la controversia que envuelve sus páginas sigue activa. Pese a que una gran cantidad de folios del diario de Pizarnik fueron dados a conocer por la imprenta, sin embargo, no sucedió eso con todas sus páginas. Ana Becciu, editora de los Diarios , debió pelear con una idea al parecer enquistada en la mente de los herederos de Pizarnik. Una extraña idea que pretendían separar “el genio” de Alejandra de “los escándalos” de su vida. Ese pequeño hecho todavía sigue privando a los lectores de conocer muchas líneas íntimas (incluso años enteros de su diario). Extraño destino para los papeles de quien pretendió difuminar como nadie los ya de por sí borrosos límites que suelen tabicarse entre poesía, cuerpo y vida. No es difícil imaginar a investigadoras como Patricia Venti entre aquellos que peregrinan hasta Princeton procurando bucear en la intimidad de la poeta argentina, tratando de dar a conocer algunos de los fragmentos que se pretendieron encubrir de aquel diario. “Tanta máscara, para qué, para quién. ¿Y todo, en esta vida habrá sido para divertir al espejo? [...]. Hablo de decir con una voz que no nace porque no la dejan” –escribe Pizarnik en una de las entradas de su diario, la del 19 de octubre de 1962–.
Mientras me va mostrando el interior de la “Piedra de Fuego”, Fernando va componiendo la historia de aquella sección hecha de papeles que se baten a duelo con el tiempo. Historias de colecciones y escombros de tinta se cruzan con una historia latina reconstruida como un collage desde los Estados Unidos. Una historia ajada por inmigraciones económicas, exilios políticos, censuras, derroteros académicos. Situada en el segundo subsuelo de la biblioteca, la oficina de Fernando tiene poco aspecto administrativo. Hay allí varias pilas de libros, sobre el escritorio, sobre los aparadores. Hay primeras ediciones de los años 50 y 60. Y hay también una guía telefónica de La Habana de 1979. También una serie de catálogos, listas de libros candidatos a posibles compras. Saliendo de allí, nos vamos hasta el piso más alto de la biblioteca, donde hay un cuarto atiborrado de cajas y papeles. Es la zona backstage del archivo. El lugar de la utilería. En sentido metafórico pero también literal. Un ejemplar de Prensa Obrera y un afiche del MST contra el ALCA aparecen en una de las cajas. También hay otro panfleto de una corriente de opinión nacional con la caricatura del presidente de un país parecido al nuestro. “Arqueología del presente”. Allí trabaja una persona que se especializa en separar cosas. Conscientes de nuestra desaparición, hay quienes acopian material para los investigadores del futuro. Aquellos que, por desconocidas razones, se harán preguntas del tipo quiénes fuimos, qué decíamos. Pero Fernando me corrige. No se trata del acopio de corpus para investigaciones futuras. “Muchos estudiantes actuales consultan este material”, me explica.
Consultar los archivos de Princeton no requiere de trámites previos. Si se es investigador se puede presentar la credencial de la Institución o Universidad en la que se trabaja. En caso de no pertenecer a ninguna institución, se puede presentar algún tipo de identificación personal internacional o Pasaporte. En la Oficina de Ingreso se entrega una credencial al visitante ocasional. También se pueden hacer consultas por Internet. Para ello se debe abrir una cuenta como investigador en el sitio blogs.princeton.edu/research-account. A partir de la obtención de esa cuenta, y mediante solicitudes que deben ser aprobadas, se pueden gestionar copias digitalizadas de determinados documentos.

Papeles en la encrucijada
Para refutar el móvil del antropólogo o el interés del compilador cultural, hace poco ingresó a la colección una pequeña libreta. Allí se acurrucan las comprimidas letras que componen la versión preliminar del cuento “El otro cielo”, de Julio Cortázar, incluido en Todos los fuegos el fuego, de 1966, y que tanta relación intertextual mantiene con Rayuela. La libreta está acompañada de una carta en la que Cortázar le pide a su amigo, el escritor Saúl Yurkievich, que por favor conserve aquellas notas. Es eso lo mismo que Cortázar le pedía a otros amigos suyos a quienes les entregaba cosas. A Ana María Barrenechea, por ejemplo, a quien le entregó el cuaderno de bitácora de Rayuela , actualmente en poder de la Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional Argentina. Entre otros papeles de Yurkievich hay también cartas de Italo Calvino y Tomás Eloy Martínez. Las referencias se van cruzando. Unos archivos remiten a otros archivos y unos escritores a otros escritores, revelando la trama de un tiempo anterior al de la edad de los mails y a la de los “manuscritos digitales”.
En la sección de Artes Gráficas se destaca la reciente adquisición de 34 pinturas y dibujos de Severo Sarduy acompañados de trabajos de Roland Barthes, del poeta del esperanto Jorge Camacho y del artista mexicano José Luis Cuevas. Adquisiciones como estas se corresponden con investigaciones que la universidad incentiva. No es difícil imaginar la mano de Rubén Gallo detrás de esa adquisición. Gran conocedor de la obra y la vida de Sarduy y especialista en la relación entre literatura latinoamericana, psicoanálisis y postestructuralismo francés, Gallo es el director del Programa de Estudios Latinoamericanos de Princeton. Lo mismo podría decirse de la adquisición que más enorgullece a Fernando Acosta. La de los manuscritos de Juan José Saer que el archivo hiciera en 2010 y detrás de la cual no es difícil imaginar a Ricardo Piglia. La relación de Saer con Princeton es bastante particular. A la amistad de Saer con Piglia, quien durante años fue profesor en Princeton, también se agrega la participación de Saer en el simposio “La literatura después de Borges” que se hiciera en el año 2000 y de cuyas intervenciones todavía se habla. Entre los papeles de Saer se encuentran anotaciones y borradores de casi todas sus novelas. Algunos de aquellos manuscritos ya han comenzado a estar disponibles gracias a la edición de Papeles de trabajo, el primero de una serie de compilaciones saerianas que Alberto Díaz (el editor histórico de Saer) y Julio Premat y un equipo especial de trabajo emprendieron desde antes de que todo fuera a parar a Princeton, cuando aquellos papeles todavía se encontraban en el estudio del escritor en su residencia de París y en Santa Fe, en casa de Mabel Saer, la entrañable hermana mayor del escritor nacido en Serodino.
Serodino, Santa Fe, París, Princeton, la historia de los archivos es también la historia de la relación que unos papeles establecen con la geografía. Le pregunto a Fernando por el rol de Ricardo Piglia en el entramado que hay detrás del archivo. Fernando sonríe. De Piglia en Princeton hasta ahora sólo hay unas pocas hojas que forman parte de su correspondencia con Arcadio Díaz Quiñones, uno de los interlocutores más allegados al escritor argentino durante su estancia en Princeton. No es difícil imaginar que en el archivo hay unas cuantas cajas vacías, esperando por escritos piglianos como su voluminoso diario, ese gran cuaderno que el autor de Nombre falso viene alimentando desde siempre y en el que se concentran las esquirlas argumentales de sus lecturas o los primeros bocetos de las tramas que rodean a Emilio Renzi, ese álter ego literario del propio Piglia. Entre otras de las últimas adquisiciones del archivo se destacan las “Cartas a Beba”, 23 cartas que Néstor Perlongher le escribió a Beba Eguía hacia el final de su vida, entre 1989 y 1992.

Los manuscritos
El guardián de los manuscritos trae ahora la caja C0609. Con mucha cautela la deposita sobre la goma espuma que hay en mi mesa. Allí está la correspondencia que Leopoldo Lugones, Marechal y Victoria Ocampo alguna vez le enviaron al escritor santiagueño Bernardo Canal Feijóo. En una tarjeta con fecha de febrero de 1925, Ricardo Rojas saluda a Don Bernardo y lo felicita por su “Penúltimo poema del fútbol, en el que su ingenio da vivaces saltos deportivos”. En otra carta, con fecha de 7 de julio de 1941, Victoria Ocampo le comenta a Don Bernardo que se encuentra embarcado para la Argentina Denis de Rougemont, quien, invitado por el grupo Sur, dictará una serie de conferencias sobre la Europa en guerra de aquellos años. Es esa la misma carta en la que Victoria le comenta que acaba de salir de imprenta una revista financiada por Sur y que será dirigida por Roger Caillois. Se trata de Les Lettres Françaisse, cuyas páginas serán, en efecto, un refugio destacado de los intelectuales franceses en el exilio tras la ocupación alemana de París.
Allí mismo, entre aquellos papeles, aparentemente extraviadas entre folios de cartón, hay un grupo de hojas que se diferencian del resto. Son papeles mucho más envejecidos e ilegibles. La calidad del papel es humilde. La letra, poco trabajada. Las líneas, como venidas de una epifanía y escritas a la intemperie, no respetan las rayas de los renglones imaginarios, esas rayas que muchos escribas ven aún en las hojas lisas. Y las letras se elevan en diagonal desde el margen izquierdo a la cumbre derecha de la hoja, como escalando la página, o como poniendo en evidencia una débil cuesta hecha de metafísica y vida. Sería difícil explicar el interés por esa grafía críptica. Pero se trata nada menos que de la letra de Macedonio Fernández. En esas cartas, que concentran mucho de lo mejor de su teoría estética, Macedonio duda, duda de todo; y reivindica sus dudas literarias a las cómodas certezas de otros. La ironía ha querido que también hasta Princeton fueran a parar aquellos autógrafos privados de Macedonio. Hasta antes de que Adolfo de Obieta se interpusiera entre él y la estufa, Macedonio había desechado una gran cantidad de sus escritos. Los había desechado porque, a diferencia de Saer, no creía en la materialidad de la escritura. Y entonces, ¿para qué conservar? Nada más paradójico para el Mal de Archivo que los papeles centrífugos de Macedonio. Pero la cosa es más compleja, porque Saer también desconfiaba de lo real. Era una desconfianza casi química en la materialidad del mundo. Sin llegar a la metafísica, para el autor de El entenado todavía había algo más, que se parecía a la disolución y que estaba detrás de lo real. ¿Por eso su interés en enumerarlo y describirlo todo?
En otra de las cajas, la C0819, entre los “Manuel Mujica Lainez Papers”, se encuentra parte de las muchísimas cartas que Manucho le escribió a su amigo Alberto Manguel, autor de Guía de lugares imaginarios. Se trata, en su mayoría, de cartas de los años 70. En diciembre de 1974, Manuel Mujica Láinez le escribe a Alberto Manguel desde Madrid; en agosto de 1977 le escribe desde Venecia; en diciembre de 1977 desde su residencia de Cruz Chica, Córdoba. Las cartas dibujan, con intermitencias, movimientos en el paisaje. “Cuando se escriba de manera sincera, no de manera apologética, la historia de la literatura argentina, se dirá que Manuel Mujica Láinez ha sido un bienhechor” –dice entre todos aquellos papeles, con fecha de marzo de 1979, una carta pasada a máquina de Jorge Luis Borges dirigida al autor de Misteriosa Buenos Aires”–. Más adelante, la carta aclara: “María Kodama, a quien dicto estas líneas, me hace notar que las páginas de Bomarzo no reconstruyen un pasado, están como en un sueño resplandeciente de ese pasado”.
A propósito de lo resplandeciente, algo similar podría decirse de los archivos de Witold Gombrowicz. Dispersos en diferentes cajas y colecciones, como brillantes pepitas, los papeles de Gombrowicz se esconden del cómodo visitante que quiera ver sus manuscritos reunidos en una sola caja. Y allí están, como refugiados adentro del mismo sueño centrífugo de los papeles de Macedonio, entre cajas con los rótulos de Sergio Pitol, Antón Arrufat, Emir Rodríguez Monegal. ¿De dónde vienen estas pistas?¿De qué tiempos de la literatura y de qué lugar de la historia de la lectura nos llegan sus rumores? Las letras manuscritas, o las páginas pasadas a máquina, a pulso, letra por letra, hablan de un tiempo anterior al del copy-paste y la edad electrónica. Kilómetros y kilómetros de tinta. Cada papel tiene su historia. Muchas de aquellas líneas han viajado en barcos, en correos aéreos o en trenes. Y han librado su propia lucha individual contra la desidia archivística. Y allí están, en Princeton.                                                         http://www.revistaenie.clarin.com/rn/

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