lunes, 10 de junio de 2013

"El modo en que se lee hace que cada libro sea un texto distinto"




El sentido de la lectura, último libro de la multipremiada escritora, está basado en su experiencia de 30 años con estudiantes secundarios del Conurbano Bonaerense y en su propia trayectoria como lectora y creadora de textos.

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INFOnews

 Por Ivana Romero, publicado en Tiempo Argentino
En 1982, Ángela Pradelli fue con sus alumnos de un secundario de Adrogué a ver Medea en un teatro de San Telmo. Antes, habían leído y discutido el texto. Para muchos, recuerda Ángela, era la primera incursión a Buenos Aires. Inda Ledesma, la actriz principal, apareció en escena altiva y semidesnuda, con los pechos pintados. Al final de la obra, Ángela (que con el tiempo devendría también en escritora de ensayos y ficciones premiados) subió al colectivo que habían alquilado. Y contó: un, dos, tres… faltaban cinco alumnos. O quizás eran seis. Los encontró al rato, en el camarín de la actriz: todavía pintada, ella charlaba animadamente con los chicos. En 2009, Ángela volvió a rastrear a sus antiguos alumnos vía Facebook. Cuando los encontró, les propuso ir a ver la versión de Medea que Cristina Banegas había estrenado en el San Martín. "Cuando se apagaron las luces, les pude ver las caras. Tenían el mismo estado de atención y encanto que la primera vez. Entonces pensé 'esto lo puede lograr sólo la docencia'. Porque teje un vínculo que pocos trabajos admiten. La lectura, a su vez, tiene que ver con lo vincular. Y eso es lo que debería enseñarse, que la vida de cada uno va a depender de las lecturas que tengas." De esos 30 años en aulas con adolescentes, dice, salieron las ideas que dieron forma a El sentido de la lectura (Paidós). A través de relatos (propios y ajenos), de reflexiones y poemas, este ensayo de voz híbrida y apasionada indaga no sólo en el significado sino también en el misterio y la poética de la lectura. Es, en cierto aspecto, la continuidad de La búsqueda del lenguaje (2011) que recibió el Premio al Mejor Libro de Educación otorgado por la Fundación El Libro.
–En tu libro anterior explorabas el valor social de la lengua y la escritura. Esta vez el eje es la lectura, pero sin eclipsar a las otras dos.
–Lectura y escritura son una sola cosa. Cuando leés, estás escribiendo ese texto y la escritura siempre es una lectura de una parte del mundo, de un personaje, de un momento. Pero sí, hay una separación histórica fuerte. También hay intentos de unir lectura y escritura. Por eso se habla a veces de dos caras de la misma moneda. Pero así también se refuerza la idea de división porque en definitiva, en ese planteo, son caras que nunca se encuentran.

–Uno de los textos que recuperás es Escribir, de Marguerite Duras, donde ella dice: "No se puede escribir sin la fuerza del cuerpo. Para abordar la escritura hay que ser más fuerte que lo que se escribe." ¿Qué sucede con la lectura? ¿También es tan corporal?
–Sí. Durante muchos años se pensó la escritura como un asunto intelectual y se privó a los lectores de lo corporal. Sin embargo, el cuerpo atraviesa el texto. Si uno lee y se involucra, no hay distancia, se establece un diálogo entre los dos. Una vez visité a un acupunturista en Temperley. El "médico japo", como lo llamábamos. Él no hablaba mucho castellano y yo insistía con explicarle lo que se sentía. Pero no dejó que le dijera nada. Mientras tanto, me tocaba acá y allá. El acupunturista se concentraba para saber de mí pero entrando en sí mismo. Creo que leemos para eso, para encontrar en nosotros mismos eso que nos permite vincularnos con un texto, con los otros.

–El libro se mueve en ideas en tensión: leer y escribir; por ejemplo. O la lectura como espacio de desnudez (de incertidumbre) y a la vez, como constructora de sentidos que hacen más llevadero lo que llamás "el desasosiego del mundo".
–Te cuento una historia. Tenía el libro casi terminado cuando escuché la historia de Miguel Rottemberg, que terminé incluyendo. En 1926, el conde de la comarca, en Polonia, se suicida. La condesa llama al ejército para que les mande soldados para tareas domésticas. Uno de ellos debía saber leer, escribir y tener buena letra para escribir cartas. Eligen a Abraham Rottenberg, padre de Miguel. Pasan los años y él sigue haciendo ese trabajo en el escritorio del conde difunto, rodeado de militares amigos de la condesa que hablan a sus anchas. Aunque no podía pronunciar la palabra "nazismo" porque el nazismo no había surgido todavía, empieza a escuchar, empieza a leer y empieza a configurar lo que sería la invasión a Polonia. Quiere irse. La familia le dice que no. Al fin, se van en 1938, con su esposa y Miguel, de unos cinco años. Llegaron a Argentina y años después supieron que sus abuelos habían sido fusilados al poco tiempo. Esto, que puede parecer tan metafórico, es absolutamente real. Y da cuenta de que la lectura y la escritura salvan, literalmente.

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