POR Sergio Ramírez - Actualizado el 2 de marzo de 2014 a: 12:00 a.m.
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Una lección sobre promoción de la lectura. 02/03/2014
La lectura es sensual. Se abre un libro para gozarlo. El
primer deber de un libro de ficción es distraer, y aun las lágrimas que
se vierten al leer sobre dolores y desventuras son parte de ese mismo
gozo. Al tratar de iniciar a alguien en la lectura, lo peor es anteponer
entre el lector y el libro algún aburrido propósito pedagógico.
Un libro solo es capaz de enseñar, si primero gusta. Si no hace reír,
si no conmueve, toda enseñanza, toda filosofía se volverán inútiles,
pues nadie llega a la última página de un libro fastidioso; y, cuando se
abandona la lectura al apenas empezar, es como si ese libro nunca
hubiera sido escrito para quien llegó a tenerlo entre sus manos. Veamos
al libro como una casa de muchas habitaciones, cada una con un decorado
diferente. Uno puede asomarse a esas habitaciones a través de sus
múltiples ventanas, o entrar a vivir en ellas.
Al
hablar de la enseñanza de la literatura, Jorge Luis Borges cita una
frase del doctor Johnson, el sabio británico de las letras que vivió en
el siglo dieciocho: “La idea de la lectura obligatoria es una idea
absurda: tanto valdría hablar de felicidad obligatoria”.
Lectura y felicidad.
No hay felicidad obligatoria, pero la lectura depara felicidad;
cuando un libro nos atrapa, y llegamos a un punto en que nos sobrecogen
el asombro y la admiración, estos sentimientos se transforman en dicha,
una dicha inefable. Es un asunto de libertad de escogencia. No podemos
sacar gozo del castigo, y un libro impuesto viene a ser un castigo. “Si
el relato no los lleva al deseo de saber qué ocurrió después, déjenlo de
lado”, agrega el doctor Johnson.
Nadie disfruta de
una promesa de aburrimiento. Cuando a un escritor le piden señalar los
diez libros que se llevaría consigo a una isla desierta, generalmente
empieza por La Odisea , El Quijote , La Biblia o La Divina Comedia .
Son obras clásicas, y a muchos esa palabra los pone en alerta. Y, a los
clásicos, por definición se les considera soporíferos. Al contrario. Un
clásico es una promesa de dicha que siempre estará allí esperando por
nosotros. Siempre tendrá algo nuevo que contarnos o que enseñarnos.
Lo importante es que el candidato a lector al que estamos induciendo
entre en la lectura con pies ligeros, sin temor a las cargas, y se
convenza de que, al enfrentarse a un clásico, no se hallará con un libro
que se le caerá de las manos, la cabeza pesada de sueño.
Entonces, la nostalgia por lo leído nos llevará a emprender dos o tres
lecturas más de ese libro, y luego muchas otras, porque se nos habrá
vuelto infinito, en el sentido de que siempre estará recomenzando, y
esas nuevas lecturas llegaremos a hacerlas ya no en el orden en que
están puestos los capítulos, sino entrando por cualquiera de ellos a
cualquiera de sus habitaciones, asomándonos por cualquiera de las
ventanas.
Mundo divertido y atractivo.
El mundo de las novelas es divertido y atractivo porque es humano.
Las novelas no son sobre períodos de la historia, sobre espacios
geográficos, sobre teorías filosóficas ni sobre asuntos religiosos.
Tratan sobre seres como nosotros: sus ambiciones, su idealismo, su
perversidad, sus heroísmos y debilidades, la maldad y la nobleza, la
devoción y la envidia, la generosidad y los celos, y nos muestran cómo
estos atributos, siempre en tensión y contradicción, se dan dentro de
los mismos individuos.
Fiodor, el padre rencoroso y
atrabiliario, avaro y despiadado, que se disputa a la misma mujer con
Dmitri, su propio hijo, llega hasta nosotros en toda su plenitud en las
páginas de Los hermanos Karamazov , porque
somos capaces de reconocerlo tal como lo retrata Dostoievski; existió,
sigue existiendo, así como las voces de los muertos que Juan Rulfo pone
a hablar, unos con otros, debajo de las tumbas en Pedro Páramo,
nos son familiares porque lo que cuentan son ambiciones mal cumplidas
y pasiones de amor que carcomen hasta en la muerte. Y siempre
seguiremos viendo a una lady Macbeth que
incita a su marido al crimen para perpetuar el poder, movida por la
ambición, aunque Shakespeare haya muerto hace siglos.
Lectores perdidos.
No hay que creer, por lo tanto, a quienes nos dicen que solo debemos
aceptar lecturas serias o edificantes, porque, entonces, nunca vamos a
ser lectores adictos. Cuántos buenos lectores se han perdido por causa
de las imposiciones escolares, que mandan leer, por fuerza de los
programas de estudio, libros pesados e indigeribles, o que, por falta de
método, son presentados como tales.
Y cuántos buenos
lectores, y a lo mejor escritores, se han ganado gracias a los libros
prohibidos por la escuela, por el hogar, por la religión, porque lo que
la imposición no consigue, lo consigue la curiosidad por lo prohibido. Y
los censores son, sin excepción, personas amargadas y hostiles al
espíritu de libertad que campea en los libros.
Y
quien no aprende nunca a leer, quien no se vuelve desde temprano un
vicioso de los libros, no sabe de lo que se pierde. Se expondrá a llevar
una vida mutilada y, a lo mejor, amarga, igual que la de los censores,
lejos de los espejismos y los fragores de la imaginación.
¿Cómo crearse ese vicio? Empezando por un cuento de los hermanos
Grimm, luego yendo a uno de Chejov, o de Rulfo, antes de llegar, por
fin, a una novela de Faulkner, o al Ulises de Joyce, ya no se diga. O yendo primero a los capítulos y pasajes más divertidos de El Quijote , a alguno de los cuentos de Las mil y una noches .
Para que un niño o un adolescente adquieran el vicio de la lectura,
antes deben adquirirlo los padres y los maestros, con espíritu cómplice,
lejos de la severidad de quien encarga una tarea. Ser parte de la
conspiración de leer, comportarse como cabecillas de una hermandad de
iniciados. Abrirles una puerta al paraíso, donde espera la manzana
dorada entre las frondas del árbol del bien y del mal.

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