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Por Jorge Camarasa
-Está comprobado que el tema de la conservación del patrimonio cultural, en Argentina, le interesa a muy pocas personas. Eso lo saben muy bien los políticos, y por eso no le dan importancia. Y sin embargo, por otro lado también es un buen negocio, porque detrás de las intervenciones de restauración casi siempre hay mucho dinero…
Carlos Page es un porteño de nacimiento que vive en Córdoba desde que era chico. Arquitecto, doctor en Historia, investigador del Conicet, es uno de los especialistas en el legado jesuítico que hay en el país, y tiene una mirada crítica, a veces feroz, sobre las políticas públicas de preservación de la memoria histórica.
Antes de mudarse a Alta Gracia, donde ahora está radicado, fue director de Patrimonio Cultural de la Municipalidad de Córdoba y dirigió el museo Marqués de Sobremonte, y escribió el dossier que fue presentado ante la Unesco para la declaración de Patrimonio Mundial de la Manzana de la Universidad y las estancias jesuíticas.
-Entonces, la conservación del patrimonio tendría que ser una responsabilidad del Estado…
-Por supuesto que tendría que serlo, pero lo cierto es que no lo es en la medida que debiera. Algunos, banalizando la situación, dirán que el Estado tiene prioridades más acuciantes, que tiene que ocuparse de las personas antes que de los ladrillos… Pero la protección de la memoria colectiva tiene que ver con la identidad de los pueblos. No es una casualidad que cuando Estados Unidos atacó Irak, por ejemplo, luego de matar a miles de iraquíes se dedicaron a saquear sus museos, robaron ciento cincuenta mil objetos arqueológicos y quemaron un millón de libros y diez millones de documentos de la Biblioteca Nacional de Bagdad. Y no es el único caso. En la Franja de Gaza, por hablar de un hecho más reciente, Israel ha destruido más de ciento sesenta mezquitas…
-Parece una política planificada, no azarosa o producto de las acciones militares…
-¡Claro! Y eso se llama “memoricidio”. Quien controla el pasado, controla las opciones futuras de los pueblos. Dos ejemplos. En 1944, durante la Segunda Guerra Mundial, antes de retirar sus fuerzas de París, Hitler puso en marcha una ingeniería de destrucción. Colocó cientos de bombas en sitios tan estratégicos que, de haberse activado, hoy no existiría más la ciudad más bella del mundo. Y el otro caso se relaciona con un trabajo que estoy haciendo sobre la presencia jesuita en Colonia del Sacramento, en Uruguay. Ahí no ha quedado ningún edificio de la Compañía de Jesús; nada. Desde la fundación de la ciudad en 1680, cada vez que los españoles la sitiaban y la tomaban, arrasaban con todo: mataban, demolían los edificios y quemaban los documentos. Es que en una guerra, el verdadero triunfo pasa por la destrucción de la memoria…
-A veces la destrucción no depende sólo de las guerras. ¿Qué pasa en Córdoba?
-En Córdoba, la conservación del patrimonio nunca fue una prioridad. Y así se fueron perdiendo muchas cosas: no sólo edificios, sino hasta museos, esculturas, pinturas, libros. Ya casi es imposible de cuantificar…
-Pero están la Manzana y las estancias jesuíticas protegidas por la Unesco…
-Las decisiones sobre el Patrimonio Jesuítico en gran parte las tomaron administradores oportunistas, con absoluta e impune ilegalidad. No se solicitó la autorización formal,  o se desoyó al órgano de aplicación, que es la Comisión Nacional de Monumentos… Pero el caso del patrimonio jesuítico, además, demuestra que no estamos preparados para conservar. Buscando esa declaración de la Unesco, justamente, se invirtieron grandes sumas de dinero, que al final casi acabaron desfigurándolo. Hubo intervenciones increíbles que pasarán a la historia: los baños en el museo de Alta Gracia, la escalera que se hizo en la Manzana, el derrumbe de sectores arqueológicos de la Candelaria, la sustitución de los revoques originales de Santa Catalina y la colocación de molduras de telgopor…
-¿Usted dice que hubiera sido preferible dejar las construcciones como estaban?
-Lo que yo digo es que si la opción es demoler o intervenir mal, hay que dejar las cosas en el estado que estén, sea cuál sea, y sólo llevar adelante una oportuna conservación. Porque si no, indefectiblemente acabará en destrucción. Y no necesariamente porque se lo pretenda, sino a veces por ignorancia o afanes propagandísticos.
-¿Y de quién es la responsabilidad, en esos casos?
-Responsables somos todos. Una política correcta sería la de no restaurar, reinventar, recrear, reconstruir, refuncionalizar y todas esas palabras que en los hechos se convirtieron en sinónimos o variantes de demolición. Reitero, sólo habría que conservar…
-¿Y eso no se hace nunca?
-En poquísimos casos… Por ejemplo, en la estancia de Jesús María, en la Cripta de Colón y Rivera Indarte, o más recientemente en las Teresas y la iglesia de San Francisco. Esos fueron buenos trabajos de conservación, al contrario de lo que se hizo en la Catedral, el Cabildo, el Palacio Ferreyra, la Manzana y el resto de las estancias.
-¿Hay negocios detrás del “conservacionismo”?
-En algunos casos, sí. Y a la vista de cualquiera. Un ejemplo, acá en Córdoba, es el de los trabajos en la iglesia jesuítica de Alta Gracia, con un subsidio de tres millones de pesos. Ahí se conjugan la negligencia técnica-profesional, con el desvío de fondos, pero las cosas quedan impunes.
-Entonces, la idea sería que queden como están…
-Según el caso. Le cuento una anécdota. Hace unos años trabajé, y publiqué, un estudio sobre unas pinturas de Zacarías González Velázquez, un pintor del siglo XVIII de la Academia de San Fernando, de España, que están en la catedral de Córdoba. Al tiempo llevé el tema a un congreso “patrimonialista”, y ahí propuse que si el Estado no iba a ocuparse de conservar esas obras, por qué no se devolvían a la Academia española, que sabría qué hacer con ellas. Cuatro años más tarde repetí esa misma conferencia en Madrid, pero al ver las restauraciones que se hacían allá, tuve que cambiar la conclusión y decir que si alguien quería ver una pintura verdaderamente original de González Velázquez, tenía que venir a Córdoba, donde todavía no había pasado por las manos de ningún “restaurador”…
-¿Pero Europa no protege su patrimonio? ¿Y otros países de América Latina, como Bolivia o Perú?
-Perú o Bolivia han podido conservar verdaderas maravillas, como el Cusco,  pero no porque haya habido conciencia del patrimonio o políticas de preservación… Simplemente, porque no les llegó la gran euforia económica de la Argentina decimonónica, que destruyó todo lo que era pasado colonial porque no estaba dentro del pensamiento liberal. Lo de Europa es diferente: ellos eran los que colonizaban y exportaron su cultura, que cuidaron, sobre todo, porque es un buen negocio desde donde se lo vea. Son muy nacionalistas, se sienten orgullosos de su pasado, y quieren ser los mejores. Es al contrario de nuestro propio pensamiento, que en ese sentido ha sido en general  antinacionalista… Eso en cierta manera se ha estado revirtiendo con la reivindicación de las culturas originarias, la visualización de la negritud, el concepto de la otredad.
-El caso de las pinturas de González Velázquez tiene que ver con el patrimonio artístico. ¿Pasa lo mismo con el arquitectónico? 
-El patrimonio arquitectónico de Córdoba, por los crecimientos intempestivos la ciudad que tuvo en diversas épocas, siempre estuvo supeditado a los desplazamientos horizontales y verticales de su edificación. Es decir: hay una puja entre la densificación y la extensión del tejido urbano. Pero esta disyuntiva es solo aparente, y la destrucción del patrimonio va por los dos caminos. Uno, el de los edificios históricos para densificar, y otro, el paisaje natural periférico. Un ejemplo notable del primer caso es Nueva Córdoba. Y en esto, el barrio de Crisol siempre va al frente. A las demoliciones sistemáticas les siguieron los gestores de los “falsos históricos” y el “fachadismo”. Incluso la ocupación de los pulmones verdes de la ciudad, que si bien son de antigua data, se vieron últimamente potenciados como en el caso del Parque Sarmiento. Finalmente, aparece una solución de arquitecturas “sobrepuestas”, donde se crean nuevas estructuras en edificios preexistentes.
-¿Y la extensión del tejido urbano?
-En ese caso, el ejemplo más claro se está evidenciando en el camino de Pajas Blancas, donde la urbanización se extiende en desmedro de suelos cultivables e incluso autóctonos. Lamentablemente no existen consensos a la hora de establecer qué se preserva y qué se destruye…
-¿Y entonces?
-Y entonces, nada. Si el Estado no va a tomar el problema como propio, es preferible que el patrimonio quede como está. Mire, como le decía antes: está comprobado que el tema del patrimonio cultural, en Argentina, le interesa sólo al tres por ciento de la población. Eso lo saben muy bien los políticos, y por eso no le dan la importancia que se merece.