Publicado en Julio 6, 2014 por
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Un personaje feliz
El hombre está arrodillado ante su altar. Busca un libro entre todos y aunque la vista lo traicione, le sobran tacto, olfato y corazón para hallarlo. Sabe que la búsqueda es mutua, que lector y libro acaban encontrándose.
El encuentro sobrevuela siglos y continentes, adivina lenguas extrañas y signos misteriosos. Cuando se reúnan dialogarán en silencio, o quizás el hombre murmure algunas líneas, según su costumbre, recordándolas como si las viera.
El gesto reverencial del señor arrodillado no se dirige a las alturas sino a ras de tierra, donde en ese instante se alinean los objetos de su devoción. La imagen es ejemplar, estampa de un santo reverente ante la sabiduría.
Los que llevamos recorrido un largo trecho de vida compartida con estos objetos y buscando siempre otros, murmuramos también una unánime plegaria de gratitud.
Vivimos entre libros, hemos tenido la libertad de elegirlos y la posibilidad de descifrarlos, en una era en que la instrucción fue (casi) universal. No necesitamos ser monjes ni damas de la nobleza, y si pertenecemos a una cofradía no es la del poder ni la del dogma, simplemente hemos sido elegidos por los libros desde temprana edad. Bendito sea un privilegio desinteresado, no esgrimido para someter a los diferentes.
La plegaria del lector gustoso incluye un solo pedido: seguir leyendo. Aun en la noche que afligió a Borges, los textos guardados en su memoria y los que voluntades amigas le acercaban oralmente le impidieron claudicar, porque lectura es sinónimo de respiración.
Y es inevitable mencionarlo, porque fue el único que ensalzó la tarea de lector sobre la de escritor, en un lugar del mundo donde ambas actividades no fueron ni son precisamente auspiciadas.
Fue el Sumo Lector, el que tradujo e interpretó la escritura universal, el gramático que nos enseñó a leer, el maestro a menudo arbitrario de adultos a menudo díscolos. El Sarmiento de los iniciados.
El lector nace, siempre que cuente al nacer con las hadas reglamentarias asomadas a su cuna que le otorguen dos dones. Una familia natural o vicaria, en la que al menos un adulto esté hechizado por un libro. Y un ámbito escolar donde se enseñe humildemente a leer y escribir, porque a pesar de los vertiginosos cambios impuestos por el negocio de la informática, durante bastante tiempo nos seguiremos manejando con el alfabeto.
A veces se improvisan meritorias campañas de fomento de la lectura, pero parece incorregible la paradoja de que el niño jamás ve leer a ningún adulto, ni en la realidad ni en la feria virtual. El maestro es quien puede reparar este escamoteo, siempre que sortee la imposición prepotente de lo instantáneodivertido, ayudando al niño a amar, o por lo menos a no despreciar ese alimento primigenio: el eterno cuento, el juego de la imaginación.
Recuerdo una antología llamada El curioso entretenido , un título folclórico que define al lector incipiente. En cualquier ámbito de gente bien alimentada puede brotar esta chispa que lleva a manosear revistas, descifrar carteles, y hasta los papeles rotos de las calles. De esta chispa -si nadie la apaga a baldazos, que es lo que en realidad sucede- nace una hoguera vital de placer y devoción.
Lector se nace, lector se hace, lector se muere. Como el hábito no tiene finalidad práctica, tampoco admite renuncia por abandono ni por desaliento ante las proezas del inexistente competidor.
El lector se arrodilla como el arqueólogo, trepa escaleras como el restaurador, fortalece músculos con el diccionario de María Moliner o el Seco, huronea de tomo en tomo. Lee de pie y escarba en las librerías, sufriendo la melancólica anemia de su bolsillo, el despiste de los libreros y la necesidad del ángel que lo oriente para desmalezar la selva de libros chatarra.
Lo creíamos sedentario y en realidad es un atleta, comparado con los estáticos prójimos solidificados en ángulo recto frente a las pantallas.
El lector es feliz de ser contemporáneo de una abundancia de libros única en la historia: las cifras y la exhibición a menudo grosera abruman, pero del exceso nace la posibilidad de elección y de la variedad de elección ese gusto formado a fuerza de errores e insistencia.
No todas son novedades editoriales oportunistas, también se reedita lo que hasta ayer era inhallable, se ofrecen obras clásicas en los kioscos o adjuntas a los periódicos, hay sistemas de impresión al alcance de la mayoría de ávidos autores primerizos.
Todo eso es encomiable, pero el lector tradicional busca en vano lugares silenciosos. La ancianidad le da derecho (alguno le queda) a permitirse incursiones por la nostalgia. Añora los plácidos medios de transporte de otra era u otras ciudades contemporáneas.
Lo afirma alguien que fue pasajera de tranvías o de barcos de carga que navegaban durante treinta días, sin etapas. Una maleta de libros le permitía convivir con poetas ilustres en el módico camarote, lujo equivalente al de los viajeros patricios que embarcaban con la vaca. Incomparable con el que disfrutó Stephan Zweig, que en su viaje a América, mientras escribía la biografía de Magallanes, pudo consultar libros en la biblioteca del transatlántico.
Envidia a los fanáticos del fútbol, porque pueden trenzarse en coincidencias y contiendas con cualquier vecino, porque todos comparten ídolos del mismo dogma y un código enciclopédico de conocimientos específicos. Al lector le cuesta cada vez más encontrar interlocutores, interlectores.
Muchos se conforman con el diálogo electrónico, herederos de los entusiastas espiritistas de hace un siglo. Pero al veterano le parece, hasta que lo fusilen por anacrónico, un intercambio entre fantasmas.
El lector también vive en un planeta virtual, pero autores y obras le resultan compañías incorporadas a sus sentidos: criaturas que despiertan una extraña sensualidad. Seres corpóreos tan fastidiosos en viajes y mudanzas como dolorosos en cada separación.
Como el paisano usa el adobe y el esquimal el hielo, el lector se ha fabricado una vivienda de libros, una madriguera con vista al universo. Las casas sin libros, las mansiones de ricos y famosos tan empeñosamente exhibidas para regodeo de habitantes de Calcuta, le parecen paisajes marcianos.
Roba, en fin, los ratos que puede a una agenda saturada de tareas y estrecheces, con tanto sacrificio como el prójimo que los destina al gimnasio, porque esa pasión ¿sedentaria? es su gimnasio. Y espera el momento en que las cirugías reparadoras le permitan corregir una memoria fláccida, una concentración rugosa, una mustia capacidad de ilación.
El curioso entretenido es la especie más común de lector, quizás el más simpático. Y está también el concentrado y memorioso, y el lotófago que archiva la esencia mínima que su mente podrá con suerte reciclar, y el surtidor de citas y personajes al que, a esta altura del páramo ¿quién va a reprocharle la pedantería?
Si el lector va por el mundo con cierto aire de quedarse “entre las azucenas olvidado”, qué decir de la lectora, que va por ese mismo mundo con un talante de franco desvarío, tironeada por la multiplicidad de sus deberes.
Suele andar crespa de melena e incómoda de paso, con gesto de dónde habré puesto los anteojos o dónde encontraré, ya no el famoso cuarto, sino el momento propio para reanudar el párrafo interrumpido, a menudo años atrás, hace ya varios hijos.
Pero el lector es en el fondo un personaje feliz, su capacidad de integrar otras vidas y peores peripecias le ayuda a superar el suplicio del tedio, que, según los expertos, es causa principal de un ejército de lacras sociales.
El placer de la lectura se matiza con sentimientos no siempre recreativos. Pensar no significa siempre columpiarse. Hay narraciones que abren heridas absurdas a lectores sanamente infantiles, incapaces de simbolizar y que viven con pánico los avatares de protagonistas míticos o reales.
Y está el que, al emerger del laberinto de una larga novela, deambula durante varios días como alma en pena, sumido en la más tanguera de las orfandades, salpicado de pólvora de batallas y perfumes de bailes cortesanos.
Los clásicos, por ejemplo, no son pesados por su extensión o su denso lenguaje. Lo que pesa en ellos es la intensidad, el impudor con que despliegan su espejo de miserias y terrores.
Confieso que promediando el paseo por el Infierno de Dante, la lobreguez me pide un paréntesis. Y tampoco sé cómo tolerar la perversidad de los villanos de Shakespeare, nuestros semejantes y hermanos. Y que me abruma el exceso de dicha al apropiarme de la lengua y los episodios del Quijote.
Y en cuanto al tan mentado Proust, no es la minuciosa transcripción de los celos de Swann en decenas de páginas lo que a uno impacienta, sino la sospecha de verse radiografiado, congelado en un momento de su vida, y preguntarse con desazón: ¿cómo pude haber sido tan imbécil?
Celebré empezar el siglo -o el milenio- con el descubrimiento de tres libros a los que es posible considerar clásicos actuales: Cartas de Cumpleaños del inglés Ted Hughes, Piezas en Fuga de la canadiense Anne Michaels, la Obra Poética del compatriota Joaquín O. Gianuzzi (que sorprende como novedad al conformar un solo volumen, cuando la habíamos conocido en modestas entregas).
Al gozo del encuentro con estos libros excepcionales se le suma una cuota de angustia que pide respiro, como si fuera imposible leerlos de corrido por la carga emotiva a la que nos someten, por su implacable belleza poética, porque son tratados de sufrimiento.
Toda persona instruida puede leer, pero convertirse en lector requiere, como es obvio, la paciencia y el esfuerzo de toda disciplina. Los lectores son tipos raros, o para definirlos con cierto elegante hermetismo también borgeano, “los buenos lectores son cisnes más tenebrosos y singulares que los buenos autores”.
Sin embargo, la sociedad acepta que un deportista, un científico, un virtuoso de la música, lleven una vida de constante aprendizaje, sacrificio y concentración (en cualquiera de sus sentidos) pero supone que el lector se improvisa y no es sino un holgazán con cierto prestigio.
Como muchas obvias afirmaciones, es necesario rebatirlas en una época en que se sacraliza la reducción jibaril y el mito de la facilidad. Un atolondramiento generalizado procura convencernos de que la tarea intelectual se desliza por una cinta mecánica. Que conduce, naturalmente, a un parque de diversiones que excluye carácter y paciencia.
De estas patrañas se nutre la verdadera frivolidad nuestra de cada día, no de las crónicas en revistas ilustradas o las necedades mediáticas, por más serviciales que resulten para contribuir a la confusión general.
Es verdad que el lector no ejerce, no opera ni convierte goles ni gobierna (esto sin duda) pero se somete a un permanente entrenamiento, debe superar las etapas de una experiencia que incluye la comprensión, quizás no siempre lograda, de otras lenguas y otros contextos históricos.
Nada de eso le permite ganar prebendas ni honores. Y es posible que no le hagan falta. Pero no desdeñaría que como premio le regalaran libros, incluso los propios si además de lector es autor.
Está de moda el debate tan repetido como hipócrita (porque en realidad se trata de de una campaña exterminadora) sobre la inminente desaparición del libro. La inquietud que suele acompañar este debate parece disimular una liviana transposición del único duelo obsesivo y aterrador. No es seguro que el libro esté destinado a desaparecer mañana, pero sí es seguro que desaparecerá cada uno de nosotros, especímenes humanos. Y es posible que cuando dejemos este mundo, algunos libros nos echen de menos.
Y si en vida nuestra única recompensa fue seguir leyendo o releyendo, el único premio póstumo nos lo prometió en sueños Virginia Woolf: ” Cuando amanezca el Día del Juicio Final y los grandes conquistadores, jueces y estadistas se presenten a recibir sus recompensas: coronas, laureles, sus nombres indeleblemente grabados en imperecedero mármol, el Todopoderoso le dirá a Pedro, no sin cierta envidia cuando nos vea llegar con los brazos cargados de libros: -Pedro, éstos no precisan recompensa. Aquí no tenemos nada para darles. Fueron amantes de la lectura”.
Por María Elena Walsh
http://www.universoabierto.com/15425/pretextos-un-personaje-feliz-de-maria-elena-wash/
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