Mi biblioteca esconde todo lo que viví
POR CAROLINA BRUCK CAROLINA BRUCK ES ESCRITORA Y PROFESORA. SU ÚLTIMO LIBRO ES “LAS OTRAS”.
Libros que hablan. La nena que leía “Mujercitas” pasó a textos de guerras y de la generación beatnik, a guiones de cine, a novelistas latinoamericanos. Y a manuales de maternidad. Las etapas vitales de una lectora, según las obras que la influenciaron.
22/02/14
Llovía cada dos por tres desde hacía una semana. En la habitación helada de nuestro hostal madrileño, mi amiga Ana preparaba mate y yo revisaba unas pruebas de galera cuando un pedazo de cielorraso se me cayó en la cabeza. En cualquier momento caería otro, y otro. En una esquina se formaba una gotera,cerca de donde guardábamos nuestros pasaportes.
Ana corrió a sacarlos, pero ya estaban arruinados. No teníamos documentos ni lugar para dormir; en el hostal no querían devolvernos nuestro pago por adelantado. El dueño del piso de arriba, responsable del estropicio, nos ofreció como única solución que nos quedáramos en su habitación de huéspedes. Todavía no entiendo cómo, pero aceptamos. El tipo podía ser un psicópata; nos dijo que era asesor en una ONG o algo así, pero no teníamos ni idea de quién era. Sin embargo –no recomienden esto a sus hijos– subimos, echamos una ojeada a su biblioteca y por deformación profesional (las dos trabajamos con libros) nos animamos a pasar una noche en esa casa.
No dormimos: estuvimos horas revisando estudios etnográficos sobre Asia, ediciones españolas de novelas latinoamericanas, revistas académicas, folletos de artículos para camping, agendas de otros años. La biblioteca era para nosotras, indocumentadas, una seña de identidad de nuestro hospedero. En mi caso, no era la primera vez que incurría en ese gesto voyeurista, una suerte de fetichismo un poco anacrónico y prejuicioso. Una vez había descubierto –por husmear la biblioteca– que el vendedor de una inmobiliaria me estaba ofreciendo el PH de un escritor al que admiraba. Por suerte llegué a ver que en esa casa, también, se estaba cayendo el cielorraso.
Ahora, sentada en el living, mientras miro cómo se deforman los estantes por el peso del papel, se me ocurre que el origen de ese equívoco está en la historia de mi biblioteca, y en su presente.
En un hueco que se forma en el pasillo de la entrada tengo dos de madera bastante profundas –entran dos filas de libros– y arriba una más chica colgante, todas heredadas. En la pared más larga ubiqué una serie de módulos encastrables, pura fórmica y nada de glamour.
El conjunto es para mí como un museo personal. Tantos de esos ejemplares migraron de una casa a otra, de una ciudad a otra. Esos libros, revistas, folletos, muñecos, botones, fotos, tornillos son como restos fósiles de las personas que fui y que soy. O que quise ser y no fui. Una biblioteca como un jardín de senderos que se bifurcan, como una enciclopedia china, como una memoria encarnada. En Notas sobre el a rte y el modo de ordenar libros –que también está entre mis estantes–, Georges Perec examina distintas posibilidades de clasificar los libros: alfabética, por países, por colores, por formato, por géneros, por idiomas. Mi biblioteca comparte un poco de todas esas, pero también les escapa para transformar algunos de sus casilleros en una ventana al pasado.
Busco en un estante de los profundos y saco unos ejemplares ajados, con olor a bizcochuelo; colección Robin Hood de la editorial Acme.
Mujercitas, A venturas de Huckleberry Finn, Alicia en el país de las maravillas. Versiones adaptadas o resumidas, traducciones raras, que les leí durante varios veranos de nena solitaria a mis muñecas, mientras intentaba imitar a Jo. Al lado encuentro El benteveo amarillo, de Monteiro Lobato, esa novela en la que los personajes de los cuentos tradicionales, los de la mitología griega, los de las fábulas se reúnen enla quinta de doña Benita para vivir historias disparatadas. Recostado en ese desborde de la imaginación, un incunable familiar, único ejemplar escrito en un cuaderno de tapas duras. Se llama Un viaje a Tandil, y es un diario de una excursión escolar que mi padre escribió y “editó”. Tiene portadilla, índice, colofón. La tapa del cuaderno remite a la Constitución de 1949, la época en que el primo mayor de mi papá, recién llegado de Europa, le contaba sobre las estrategias de sobrevivencia que había urdido como soldado del Ejército Rojodurante y después de la segunda guerra, y que muchos años después contó en un libro que también está en mi biblioteca, en mi museo: El privilegio de vivir. Alguna vez voy a escribir sobre esa versión de mi padre: un nene de nueve años que indaga sobre la piedra movediza, y clasifica la fauna de la provincia de Buenos Aires, mientras intenta borrar de su cabeza las imágenes de un hospital de campaña, un soldado sin piernas, una persecución nocturna.
Más arriba encuentro un conjunto compacto; creo que los leí todos por la misma época; arrancaba el secundario. Están La educación como práctica de la libertad, El arte de amar, Los conceptos elementales del materialismo histórico, Las venas abiertas de América Latina, que devoré casi simultáneamente con El segundo sexo. Ese libro, único de toda la fila heredado de mis viejos, me llevó a la ficción de Simone de Beauvoir y de Sartre, a la de Camus. Disimulaba no haber leído la obra filosófica, pero recitaba pasajes de La náusea como si se tratara de mi diario. Por esos tiempos me escapaba para ir a las asambleas del Centro de Estudiantes, que estábamos refundando a comienzos de la democracia, para pintar carteles en sábanas, para participar de las marchas. Me encontraba con compañeras que eran hijas de militantes (yo no) y sentía que tenía que leérmelo todo, ver todas las películas, aprender a vestirme de otra forma, que ellas me llevaban ventaja. Hablaban de Mao, del Che, de Trotsky, de Cooke como si fueran sus tíos; yo a lo sumo conocía algo del socialismo por una mínima formación judía de la que estaba empezando a renegar.
Al poco tiempo me inicié en el robo de libros, en otro estante veo dos o tres. Algún novio me llevó a obsesionarme con la literatura beatnik , a imitar las técnicas de Burroughs mientras escuchábamos a los Redondos y a Sumo.
Los vagabundos del Dharma y En el camino –manifiestos de la cultura hippie–, los saqué de una librería de usados, cerca de la terminal de ómnibus de La Plata. Me acuerdo del abrigo de corderoy negro, con bolsillos enormes, que usaba para ir a robar a esa librería.
En la parte delantera de los estantes se acumulan objetos. Una canastita tejida al crochet, por ejemplo, que llevo entre mis cosas cada vez que viajo. Me la preparó mi abuela Carlota cuando viajé a Cuba, conun mensaje de buena suerte escrito mitad en castellano, mitad en polaco. Mi abuela, la que quería ser escritora pero devino modista, la que contaba que había conocido a Freud y a Lenin antes de la guerra. Detrás de la canasta, la colección Pinos nuevos, que me traje de La Habana junto con testimonios de escritores jóvenes en casette (están los casettes), y el proyecto de una antología que permitiera pensar la isla en una forma menos maniquea. No la edité. Cerca hay muchos (sí, muchos) libros de cine. Guiones de Buñuel, tratados de estética que también me transportan a ese viaje en el que constaté mi torpeza con las cámaras y las luces. Y en el que comí tallarines cocinados por Francis Ford Coppola.
Esquivé, hasta ahora, la zona más transitada de mi biblioteca, la más subrayada. Casi el único sector que sigo engordando. Descubro que lo pensé como un ring. A la izquierda, en dudoso orden alfabético, la literatura en español: entre los primeros está La casa de los conejosde Laura Alcoba, clave para los que fuimos chicos en la dictadura, y, después de Borges, la palabra encantatoria de Leopoldo Brizuela. En el final de la hilera están Hebe Uhart y su mirada perspicaz sobre lo mínimo; Luisa Valenzuela, el humor más exquisito; Juan Villoro, que me asombra y me enseña en todo y todo el tiempo, y las novelas hipnóticas de Alejandro Zambra. Por el medio tengo ejemplares de las obras de Macedonio Fernández, que me regaló su hijo en un encuentro que fue una sesión espiritista. Con la excusa de escribir un documental sobre su obra, pasé todo un verano leyendo los innumerables prólogos del Museo de la Novela de la Eterna, intentando descifrar No toda es vigilia la de los ojos abiertos. Finalmente, no escribí ese documental pero sí otros; sobre Girondo, sobre Arlt (ahí está, desvencijado, Los siete locos).
Los cuentos completos (Hemingway, Flannery O´Connor, Lorrie Moore) quedaron en otra estantería, para tenerlos cerca mientras trabajo. Cuando empiezo a escribir algo, o cuando termino y busco algún epígrafe, o se me ocurre un vínculo raro entre autores, esas hileras se desordenan y arman nuevas constelaciones.
A la derecha del cuadrilátero, los libros sobre edición, escritura, tipografía. Ellos son mi partitura, mi telar, mi llave inglesa. Con ese equipo enfrento una variedad de oficios: escribir, enseñar a escribir a otros, corregir o editar lo que otros escriben. Pegados, los ensayos teóricos (cuántos que no leí, cuántos que olvidé). Las cartas entre Kafka y su editor deberían estar con las entrevistas y los diarios de escritores, a los que recurro como a un oráculo. Ahí está el de Katherine Mansfield, que leía en la casa de mi otra abuela sin entenderlo. En un rincón, otro resto: Noctiluca, la revista literaria que diagramamos a puro corte y pega en primer año de Letras en La Plata. Un solo número, que costaba 15.000 australes, me hizo ganar unos cuantos enemigos.
Encuentro De dónde vienen los niños, ese libro de Nora Domínguez sobre las madres en la literatura, que leí alternado con una pila de manuales sobre el embarazo durante los nueves meses en que esperábamos la llegada de Luna. Mientras me debatía entre la peridural y el “parirás con dolor”, la libre demanda o los intervalos de tres horas, la bañadera o el sillón de parto, quería probarme que la maternidad no me iba a lobotomizar. De ese tiempo son el Ulises y la Divina Comedia, que por supuesto no abrí hasta que mi hija dejó los pañales.
Pasaron siete años desde que nació. Mientras escribo este catálogo de las mujeres que soy, que fui o que quise ser, Luna ordena con el papá su propia biblioteca. Me toca la puerta y viene a contarme: los ordenaron por géneros, me explica, y luego: “ No por género de tela, eh ”. Voy a mirarla; están los libros sin palabras, los texturados, los desplegables. Los cuentos y las novelas que empezó a leer sola en los últimos tiempos. Y los que viajaron de las bibliotecas nuestras a la suya. También hay uno artesanal, Pájaro azul, pájaro negro, que hizo ella y que aclara en la nota de créditos: “Escrito a mano, con ilustraciones de la autora”. Hace algunos meses, cuando Luna quería ser escritora e ilustradora, me dijo: “Si el libro no va a existir en el futuro quiero ser grande ahora para poder fabricarlos”. Ahora tiene otros planes, quiere ser arquitecta. “Las escritoras”, me reprocha, “son demasiado distraídas y de-sordenadas”.
http://www.clarin.com/sociedad/biblioteca-esconde-vivi_0_1089491153.html
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