miércoles, 5 de febrero de 2014

“La tecnología es nuestra segunda piel”

“La tecnología es nuestra segunda piel”

Entrevista.  Helmuth Trischler, historiador del Deutsches Museum de Munich.

Se llama Anita. Así: “Aní-ta”, con una “t” bien marcada como sólo los escandinavos la saben pronunciar. De pelo negro lacio e imperturbable como el de una muñeca, rasgos orientales y una piel perfecta, ella es una Hubot, uno de los androides de la serie Äkta människor o Real humans (Humanos reales), seres artificiales –que tanto recuerdan a los robots de Isaac Asimov– empleados como mucamas, niñeras, repositores de supermercado, incluso como amantes. La creación de Lars Lundström, especie de producción-hermana de la inglesa Black mirror , no se sitúa dentro de cien años. La lluvia no se desploma sobre una megalópolis cosmopolita y siempre gris. El acá es ahora, un universo alternativo en el que el sueco se cuela en el monopolio del inglés como idioma oficial de la ciencia ficción. Todos lo hablan: los chicos, los grandes, los robots. ¿Cómo no hacerlo? Es Suecia.
Además de plantear dilemas éticos sobre los derechos individuales, la identidad y la libertad –¿puede una cosa, un artefacto, tener derechos?– e incitar la reflexión sobre la soledad, la amistad y el amor, Äkta människor en un nivel más profundo dispara en la mente del espectador una duda que escapa la arena de la ficción: ¿la cultura en la que uno vive afecta la percepción social de la tecnología?
“Claro que sí”, responde sin pestañar el alemán Helmuth Trischler, historiador de la ciencia y la tecnología y director del departamento de investigación del Deutsches Museum en Munich, recientemente invitado a Buenos Aires por la Universidad Nacional de San Martín.
–¿En qué se aprecian estas diferentes perspectivas?
–Si bien como especie existen constantes y usos comunes, hay diferencias culturales en la utilización y apropiación de las tecnologías. Nos valemos de ellas para expandir nuestros sentidos y para experimentar de una manera diferente el mundo, al mismo tiempo que transforman nuestra sensibilidad e imaginación. Somos moldeados por las tecnologías. Pero además de estos factores antropológicos, como decía, hay diferencias culturales: los argentinos no tienen la misma percepción de la tecnología que los europeos, así como los alemanes no compartimos exactamente la misma percepción que los franceses, los españoles, los ingleses, etcétera.
–¿Dónde se ven esas variaciones?
–Por ejemplo, está el caso de la tecnología nuclear. En Alemania, estamos atravesando por lo que llamamos una “transición de energía”: deliberadamente y como consecuencia en gran parte de lo ocurrido en Fukushima, nos estamos alejando de la energía nuclear. Desde hace un tiempo y luego de un gran debate se están cerrando las plantas nucleares. En contraste, en Francia impera otra mentalidad: planean construir nuevos reactores nucleares y no hay una oposición de la sociedad relativamente fuerte. Son tecnonacionalismos. Los alemanes somos más escépticos respecto a la tecnología que los franceses: hay cierta vacilación a la hora de aceptar grandes tecnologías como la energía nuclear.
–¿Y a qué se debe?
–Tiene una larga historia. En Alemania se remonta al año 1890 cuando tuvimos el primer gran debate sobre la tecnología y la intervención humana en la naturaleza. Así surgió el primer movimiento ambientalista alemán y la idea de que la naturaleza debía ser salvaguardada. Sus primeras críticas fueron dirigidas a la urbanización y a la contaminación. Esta tradición romántica de la naturaleza es distinta a la de otras sociedades. En Alemania hay una obsesión con los bosques y los árboles. En 1980 tuvimos un gran debate sobre la muerte de los bosques debido a la lluvia ácida. Eso no ocurrió en otros países como Francia. Experimentan los mismos problemas pero no se dio tal discusión en la opinión pública. La percepción de lo tecnología así está enraizada en la cultura. Si bien en la actualidad la tecnología es nuestra segunda piel, no entablamos una relación ahistórica, abstracta, con los artefactos que nos rodean.
–¿Por qué cree que cuando se habla de tecnología se piensa casi exclusivamente en gadgets y no en procesos culturales, modos de uso?
–Desde hace mucho tiempo, los estudios de ciencia, tecnología y sociedad subrayan cómo los seres humanos incidimos en la tecnología. Hablamos de una construcción social de la tecnología. No hay una evolución abstracta de la tecnología, independiente de su contexto social. La sociedad dirige sus transformaciones. Y en muchos casos son las decisiones e intereses de los consumidores las que marcan su paso.
–Pero hay tendencias globales...
–...y adaptaciones locales. Son las dos caras de la misma moneda. Y esa tensión se expresa en la percepción de la tecnología. Por ejemplo, la tan mentada idea del fin del libro. Se piensa que, porque en un país con gran penetración tecnológica como Estados Unidos se venden muchos iPads, esa tendencia se va a trasladar automáticamente al resto del mundo. Hay países con una cultura literaria muy fuerte como la Argentina, en los que el libro como objeto palpable ocupa un rol central, con sus librerías y cafés donde sentarse a leer. No se suelen tener en cuenta estos rasgos culturales.
–Es cierto. Más allá de eso, la mirada que impera es la opuesta: que es la tecnología la que nos cambia. Y no que nosotros cambiamos a la tecnología.
–Es un feedback permanente. La tecnología es el resultado de una negociación: entre el productor y el consumidor. La tecnología no evoluciona por sí misma. Y no hay que olvidarlo: la tecnología nos ha mejorado la vida pero también nos la ha empeorado.
–En estos tiempos tan tecnologizados, ¿todavía le podemos decir que “no” a la tecnología?
–Por supuesto. La sociedad constantemente le dice “no” a la tecnología. Somos nosotros los que decidimos. No la tecnología. Los seres humanos estamos siempre tomando decisiones. Y es una de las dos grandes tareas para nosotros los historiadores: subrayar que siempre ha habido la posibilidad de elegir. Y recordar que no hay tal cosa como un progreso natural o lineal. Las tecnologías no evolucionan en línea recta, no siempre se reemplazan entre sí, se superponen, conviven. Han habido muchos callejones sin salida, tecnologías que han fallado no porque fueran malas sino porque no fueron socialmente aceptadas. El cementerio de las invenciones fallidas es inmenso.
–Aun así hubo grandes momentos de aceleración de la tecnología a lo largo de la historia.
–Sí, pero no se dieron con un sentido teleológico. La primera aceleración ocurrió en la revolución neolítica hace más de nueve mil años con el desarrollo de la agricultura, si bien varias sociedades pre-neolíticas tenían alguna clase de tecnología. Desde entonces, no dejamos de intervenir en la naturaleza. Tanto que hemos inaugurado una nueva era geológica, el Antropoceno. La huella tecnológica humana se aprecia ya en el registro geológico. Los sedimentos que se van a encontrar dentro de miles de años estarán contaminados por vestigios de actividades de origen humano tales como residuos químicos de la agricultura industrializada, restos de materiales plásticos sin biodegradar. La segunda aceleración ocurrió en la Revolución Industrial, cuando la población alcanzó la cifra de 1.000 millones y los niveles de dióxido de carbono se dispararon. Y la tercera en 1950, con el desarrollo de cohetes y la bomba atómica.
–Usted decía que no existe tal cosa como el progreso permanente y lineal de la tecnología pero no hay día sin que mi computadora o celular me obligue a actualizar el software, el antivirus, las aplicaciones.
–Ese estado de cambio permanente e impuesto desde afuera es promovido por el concepto de que lo nuevo sólo por ser nuevo es por definición mejor y deseable. Por eso siempre digo: “No, no quiero actualizar el software de mi computadora. Está muy bien como está. Déjenme en paz”
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Helmuth-Trischler-tecnologia-segunda-piel_0_1076892330.html

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