La especialista Uta Frith relata los avances en el tratamiento de pacientes autistas. Ahora se los trata como “diferentes” y no como “discapacitados”.
POR Kate Kellaway
Uta Frith es profesora emérita de desarrollo cognitivo de
University College London, y en 2012 recibió el título de dama
(equivalente al de caballero en los honores británico). Hacia el final
de nuestra charla, relata una conversación que tuvo con una persona
autista que estaba obsesionada con los artefactos de luz de los vagones
de tren y trataba de interesarla en las diminutas diferencias entre una
lámpara y otra. Cuando ella reconoció que no podía distinguirlas, el
hombre se rió con incredulidad.
Se sabe que las personas con autismo son terriblemente detallistas y Frith siempre ha estado dispuesta a reconocerles esta y otras “habilidades cognitivas”. Pero también es responsable de indagar en la particular dificultad que tienen los autistas para la “teoría de la mente”, la intuición de lo que pasa en la cabeza de otras personas. Es improbable que al entusiasta de los artefactos de luz se le hubiera ocurrido la posibilidad de que su interlocutor no compartiera su arrollador interés.
Desde hace cincuenta años, Frith tiene su propia obsesión: la del autismo. Llegó a Gran Bretaña desde la Alemania de posguerra (donde había estudiado historia del arte y psicología experimental) y realizó una pasantía en el hospital Maudsley del sur de Londres. Cuando empacaba para volver a Alemania, un estudiante dejó el curso de psicología clínica en el cual ella anhelaba inscribirse y pudo quedarse. Fue en Maudsley donde nació su fascinación por los chicos autistas, “a menudo tan hermosos y sin embargo tan diferentes”. Tenían un aura “de cuento de hadas”, como si estuvieran bajo un hechizo.
En las décadas de 1950 y 1960, se atribuía el autismo a las madres “heladeras”. El psicoanálisis era “una fuerza importante” en esos tiempos. Frith luego agrega: “La terapia hablada no funciona, pero llevó mucho tiempo entenderlo. El poder de los factores psicológicos como el estrés para producir una patología cerebral ha sido enormemente exagerado”.
Frith dice cosas interesantes sobre las madres de esa era. Muchas estaban conmovedoramente dispuestas a aceptar el mote de “heladeras” por la posibilidad implícita de que un cambio en su conducta produjera la cura, un deshielo salvador. “Revelaba un inmenso amor maternal”, reflexiona Frith. Pero a ella nunca la convenció la tesis de la falta de apego. La contrapropuesta, que el autismo era orgánico –algo de la naturaleza, no de la crianza–, fue un cambio drástico.
Cualquiera sea el coeficiente intelectual de una persona con autismo –y el espectro es enorme –, es universal algún grado de discapacidad social. “El cerebro no se parece a un flan; es más parecido a un exquisito motor tradicional”. A las personas con autismo que carecen de la teoría de la mente les falta el “diminuto aparatito del gran motor que nos permite tomar en cuenta sin esfuerzo lo que otra persona desea, cree o piensa”. A menudo se dice que las personas con autismo carecen de empatía cuando la realidad no es tan simple. “Esto todavía es motivo de discusión”, dice Frith. “La empatía es un tema amplio y tiene diferentes formas. Puede ser contagio: uno ve a alguien que siente dolor y se estremece. Muchos autistas tienen esa capacidad. Pero la teoría de la mente es más sutil…” No es de extrañar que Frith quiera “hacer que la neurociencia sea tenida en cuenta en la educación”. Según explica: “Estamos descubriendo más y más cosas sobre la plasticidad del cerebro”. Le impresiona cómo las personas con autismo aprenden las normas sociales “de un modo diferente de las personas comunes”. Algunos prefieren mantenerse distantes pero “a muchos les gusta tener amigos”. Sin embargo, trata por todos los medios de destacar que las herramientas de aprendizaje social tienen que ver con “la compensación, no con el restablecimiento”, “no son una cura”.
Su libro Autism: Explaining the Enigma (Autismo: Explicar el enigma) se publicó en 1989 y sus conclusiones han sido ampliamente aceptadas (aun cuando la tesis de la madre heladera subsiste, por ejemplo, en Francia). Con la ecuanimidad y brillantez que la caracteriza, ahora me señala otra complicación, “un contramovimiento de gente bien intencionada que dice que los autistas altamente funcionales no tienen una discapacidad sino que sólo son diferentes. Dicen ‘No nos estudien como si tuviéramos un déficit o una discapacidad; en muchos sentidos, somos superiores’”. A Frith, las palabras “déficit” y “normal” no le gustan. “Qué es lo normal es una cuestión sumamente complicada desde el punto de vista de la psiquiatría”, prosigue Frith. “Si se sigue esta línea de pensamiento, la desventaja es que no habrá ayuda adicional para los autistas”.
Frith habla con entusiasmo sobre los avances de las neurociencias y lo que ha posibilitado la tecnología. “Podemos hacer visibles las cosas con increíble precisión y mirar dentro de las neuronas para ver cómo viaja la información. Pero lo que yo busco es macroscópico: la mente”. Con respecto a la mente autista, sigue “tan interesada y desconcertada como siempre”. Pero es de lo más optimista. ¿Nunca entenderemos cómo funciona el cerebro? “Sí, a fin de este siglo. Es muy evidente que la ciencia del cerebro será la ciencia del siglo XXI.”
(c) The Observer
Traducción: Elisa Carnelli http://www.revistaenie.clarin.com/rn/
Se sabe que las personas con autismo son terriblemente detallistas y Frith siempre ha estado dispuesta a reconocerles esta y otras “habilidades cognitivas”. Pero también es responsable de indagar en la particular dificultad que tienen los autistas para la “teoría de la mente”, la intuición de lo que pasa en la cabeza de otras personas. Es improbable que al entusiasta de los artefactos de luz se le hubiera ocurrido la posibilidad de que su interlocutor no compartiera su arrollador interés.
Desde hace cincuenta años, Frith tiene su propia obsesión: la del autismo. Llegó a Gran Bretaña desde la Alemania de posguerra (donde había estudiado historia del arte y psicología experimental) y realizó una pasantía en el hospital Maudsley del sur de Londres. Cuando empacaba para volver a Alemania, un estudiante dejó el curso de psicología clínica en el cual ella anhelaba inscribirse y pudo quedarse. Fue en Maudsley donde nació su fascinación por los chicos autistas, “a menudo tan hermosos y sin embargo tan diferentes”. Tenían un aura “de cuento de hadas”, como si estuvieran bajo un hechizo.
En las décadas de 1950 y 1960, se atribuía el autismo a las madres “heladeras”. El psicoanálisis era “una fuerza importante” en esos tiempos. Frith luego agrega: “La terapia hablada no funciona, pero llevó mucho tiempo entenderlo. El poder de los factores psicológicos como el estrés para producir una patología cerebral ha sido enormemente exagerado”.
Frith dice cosas interesantes sobre las madres de esa era. Muchas estaban conmovedoramente dispuestas a aceptar el mote de “heladeras” por la posibilidad implícita de que un cambio en su conducta produjera la cura, un deshielo salvador. “Revelaba un inmenso amor maternal”, reflexiona Frith. Pero a ella nunca la convenció la tesis de la falta de apego. La contrapropuesta, que el autismo era orgánico –algo de la naturaleza, no de la crianza–, fue un cambio drástico.
Cualquiera sea el coeficiente intelectual de una persona con autismo –y el espectro es enorme –, es universal algún grado de discapacidad social. “El cerebro no se parece a un flan; es más parecido a un exquisito motor tradicional”. A las personas con autismo que carecen de la teoría de la mente les falta el “diminuto aparatito del gran motor que nos permite tomar en cuenta sin esfuerzo lo que otra persona desea, cree o piensa”. A menudo se dice que las personas con autismo carecen de empatía cuando la realidad no es tan simple. “Esto todavía es motivo de discusión”, dice Frith. “La empatía es un tema amplio y tiene diferentes formas. Puede ser contagio: uno ve a alguien que siente dolor y se estremece. Muchos autistas tienen esa capacidad. Pero la teoría de la mente es más sutil…” No es de extrañar que Frith quiera “hacer que la neurociencia sea tenida en cuenta en la educación”. Según explica: “Estamos descubriendo más y más cosas sobre la plasticidad del cerebro”. Le impresiona cómo las personas con autismo aprenden las normas sociales “de un modo diferente de las personas comunes”. Algunos prefieren mantenerse distantes pero “a muchos les gusta tener amigos”. Sin embargo, trata por todos los medios de destacar que las herramientas de aprendizaje social tienen que ver con “la compensación, no con el restablecimiento”, “no son una cura”.
Su libro Autism: Explaining the Enigma (Autismo: Explicar el enigma) se publicó en 1989 y sus conclusiones han sido ampliamente aceptadas (aun cuando la tesis de la madre heladera subsiste, por ejemplo, en Francia). Con la ecuanimidad y brillantez que la caracteriza, ahora me señala otra complicación, “un contramovimiento de gente bien intencionada que dice que los autistas altamente funcionales no tienen una discapacidad sino que sólo son diferentes. Dicen ‘No nos estudien como si tuviéramos un déficit o una discapacidad; en muchos sentidos, somos superiores’”. A Frith, las palabras “déficit” y “normal” no le gustan. “Qué es lo normal es una cuestión sumamente complicada desde el punto de vista de la psiquiatría”, prosigue Frith. “Si se sigue esta línea de pensamiento, la desventaja es que no habrá ayuda adicional para los autistas”.
Frith habla con entusiasmo sobre los avances de las neurociencias y lo que ha posibilitado la tecnología. “Podemos hacer visibles las cosas con increíble precisión y mirar dentro de las neuronas para ver cómo viaja la información. Pero lo que yo busco es macroscópico: la mente”. Con respecto a la mente autista, sigue “tan interesada y desconcertada como siempre”. Pero es de lo más optimista. ¿Nunca entenderemos cómo funciona el cerebro? “Sí, a fin de este siglo. Es muy evidente que la ciencia del cerebro será la ciencia del siglo XXI.”
(c) The Observer
Traducción: Elisa Carnelli http://www.revistaenie.clarin.com/rn/
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