Inventor, diplomático, científico, Benjamin Franklin (1706-1790) es uno de los personajes más sorprendentes de finales del siglo XVIII. Fue, hasta su último aliento, un hombre implicado y activo en el avance de la cultura, las ciencias y la política.
Decimoquinto de una familia de diecisiete hermanos, Benjamin vio la primera luz en la ciudad de Boston en el año 1706. Aunque sólo pudo asistir a la escuela elemental por un tiempo limitado, fue educado en las virtudes protestantes de la laboriosidad, el aprovechamiento del tiempo y la búsqueda de la excelencia.
Siendo niño comenzó a trabajar en la fábrica de velas de su padre y de ahí pasó por diversos oficios como los de carpintero o albañil, hasta que, a los 12 años, entró en la imprenta de su hermano. Fue en este lugar donde realizó sus primeros pinitos literarios, que más tarde abandonó cuando su padre le instó a emplear mejor el tiempo. Quizá se perdió un gran poeta para la posteridad, pero lo cierto es que, durante los años siguientes, Benjamin aprovechó bien cada momento dedicado al trabajo. No sólo consiguió hacerse con una imprenta propia, sino que incluso se pudo permitir desplazarse a Inglaterra para perfeccionar el oficio.
Es muy posible que muchos de sus conciudadanos se hubieran sentido satisfechos con aquella posición tranquila y desahogada. Sin embargo, Franklin -una vez más, guiado por el instinto de superación que sería una constante en su vida- no estaba dispuesto a quedarse para siempre acomodado en aquella situación. En 1727, había logrado convertirse en el impresor de papel moneda en las colonias británicas de América y en 1729 adquirió el periódico La Gaceta de Pensilvania, que se publicó durante casi dos décadas. Tampoco se detuvo con aquellos dos éxitos. Criado en el amor por los libros, Franklin estaba convencido del importante papel que representaba la cultura en la promoción social y en 1731 fundó la primera biblioteca pública de Filadelfia.
A esas alturas, ya llevaba un riguroso listado de los actos que realizaba procurando que ninguno fuera malo y que, por el contrario, se fueran sumando los provechosos. Esa visión que descansaba, entre otras cosas, sobre el deseo de realizar acciones útiles para los demás, explica, por ejemplo, que en 1736 Franklin fundara el primer cuerpo de bomberos de la ciudad de Filadelfia o que contribuyera al establecimiento de la universidad y del primer hospital de Pensilvania.
De la imprenta a la política pasando por la electricidad
En paralelo a estas acciones, Franklin desarrolló un enorme interés por la ciencia. Algunos lo han atribuido a sus raíces protestantes, recordando la tesis sostenida por Thomas Kuhn de que la revolución científica no hubiera sido posible sin el impulso de la Reforma. Lo cierto es que, desde el año 1747, Benjamin se entregó al estudio de los fenómenos relacionados con la electricidad, cuyo principio de conservación enunció. Cinco años después llevaría a cabo su conocido experimento de la cometa, sencillo pero revelador. Franklin ató una cometa con estructura metálica a un hilo de seda que en su extremo llevaba una llave, también de metal. Al volar la cometa en un día de tormenta, Franklin verificó que la llave se cargaba de electricidad, lo que implicaba que las nubes estaban eléctricamente cargadas y que los rayos eran descargas.
Participó en la formación de independencia de EE.UU.
De aquel experimento, en apariencia trivial, surgiría precisamente su invento más famoso, el pararrayos, que muy pronto se extendió a uno y otro lado del Atlántico. El más famoso, pero no el único, porque a él se debieron, entre otros aportes, las lentes bifocales, el humidificador para estufas y chimeneas, un aparato que luego sería empleado como cuentakilómetros, las aletas de nadador y un largo etcétera. No es de extrañar que en 1772 la Academia de las Ciencias de París lo designara como uno de los científicos no franceses de mayor relevancia.
Al margen de su actividad científica y tecnológica, es posible que, de manera un tanto injusta, Franklin sea sobre todo conocido por su papel en la formación de los Estados Unidos como nación independiente. La experiencia política de Franklin había sido muy variada representando a Pensilvania en la asamblea general de Filadelfia y ante la cámara de los Comunes en Londres. Como muchos otros norteamericanos, su apoyo a la sublevación contra la metrópoli vino impulsado no tanto por el deseo de crear una utopía como por el ansia de defender unos derechos -como la propiedad y la libertad de conciencia- que veían amenazados por las leyes del rey Jorge III.
En contra de lo que se ha afirmado, Franklin no tuvo un papel determinante en la Declaración de Independencia, pero su prestigio y su pertenencia a la masonería lo convirtieron en el personaje adecuado para recabar la ayuda de Francia. En 1775, era el representante oficial de los rebeldes en esta nación y tres años después lograba firmar un tratado de comercio y cooperación que resultaría de enorme relevancia para la victoria. Su carrera diplomática concluyó con un éxito notable, como fue el de fijar las condiciones de la derrota británica en el denominado Tratado de París. Franklin no tardó en regresar a la nueva nación, y en 1785 fue elegido gobernador de Pensilvania.
Al final de su vida luchó contra la esclavitud
Indudablemente, no era un teórico como Jefferson o Hamilton, pero supo captar con notable agudeza que la esclavitud contradecía en el fondo lo afirmado por la constitución americana y que, por añadidura, podía tener consecuencias nefastas para los Estados Unidos. No resulta por ello extraño que en 1787 fuera elegido presidente de la Sociedad para promover la abolición de la esclavitud. Sin embargo, a esas alturas no le quedaba mucha vida por delante. Su último año de vida lo pasó en la cama afectado de una pleuritis; enfermo, pero no rendido, porque procuró seguir escribiendo y arrojando luz sobre las circunstancias en que vivían sus ciudadanos hasta que falleció, en 1790. Toda su vida había perseguido la superación, y pocos negarán que lo había conseguido
César Vidal
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