miércoles, 21 de agosto de 2013

Por qué fracasan las campañas de lectura

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¿Realmente la gente que recibe los mensajes pro-lectura de las caras campañas mediáticas por radio y televisión va a dejar todo y saldrá corriendo a buscar un libro?  

  ¿Realmente la gente que recibe los mensajes pro-lectura de las caras campañas mediáticas por radio y televisión va a dejar todo y saldrá corriendo a buscar un libro? Especial
Las campañas mediáticas de lectura parece que hacen mucho, pero en realidad lo que tienen es mucha resonancia (al utilizar la radio y la televisión), y muy pocos efectos prácticos si consideramos la enorme cantidad de recursos económicos que destinan y que, generalmente, derrochan.
Los círculos de lectura, en cambio, parece que hacen poco, pero hacen mucho (y son más efectivos para formar lectores), si tomamos en cuenta que sólo necesitan de la pasión por la lectura y de la voluntad para compartir la feliz experiencia de leer.

 
Las campañas mediáticas de lectura son como las llamadas a misa. Los círculos de lectura, en cambio, son como las ondas concéntricas en un lago: van ampliándose hasta mover y conmover todo a su alrededor: el centro y las orillas, el medio y las periferias.
Un lector (como unidad) siempre parecerá insignificante, pero un lector entusiasta (uno solo de ellos) tiene el poder de engendrar más lectores, algo que las campañas y los programas de saliva (de discursos, de labia, de rollo) no consiguen jamás.
Las campañas mediáticas de lectura parten de un error fundamental: suponer que quienes escuchan los spots por la radio y quienes escuchan y ven los spots por la televisión, apagarán de inmediato sus aparatos y se pondrán a leer un libro. Nadie hace tal cosa.
Para quienes no tienen la costumbre de leer libros y están viendo la tele o escuchando la radio, el mensaje que envía el spot les entra por una oreja y les sale por la otra. Y los que sí leen libros, y están viendo la tele o escuchando la radio en ese preciso momento en que aparece el spot, no apagan el televisor ni desconectan el radio.
¿Por qué? Porque lo que quieren, en ese momento, es ver televisión o escuchar radio y no leer libros, sea porque ya los leyeron o porque los leerán después —cuando se les antoje—, sin que les importe en absoluto que la tele y la radio les recuerden —a través de un spot generalmente hipócrita—que “leer es divertido”.
Las campañas mediáticas de lectura fundan su razón de ser en la falsa convicción de que los mensajes, repetidos una y otra vez (la hipertrofia por acumulación insistente) sensibilizan a la gente y modifican sus hábitos.
Sin embargo, está probado que un mensaje repetido miles de veces (la reiteración como estrategia) lo que ocasiona es lo contrario de lo que se propone. Produce hartazgo o indiferencia. Los spots de los partidos políticos en tiempos de elecciones constituyen la mejor prueba de esto. Los ciudadanos acaban irritados de tanta demagogia reiterativa, e indignados por tanto recursos dilapidado, literalmente echado a la basura (en medio de tantas carencias y necesidades insatisfechas de una sociedad empobrecida).
Otro ejemplo es que los spots contra la corrupción no han logrado reducirla ni mucho ni poco. Y, en cuanto a los spots de la Cámara de Diputados, el Senado y la Suprema Corte de Justicia, otra vez es dinero tirado a la basura. La mayoría de la población continúa con una opinión adversa sobre estas instituciones a las que conoce muy bien por sus actos, aunque quieran adecentarse con mensajes edificantes y demagógicos.
“Hacen falta empresarios creadores de empresarios”, abogaba Gabriel Zaid, en 1995, en su libro homónimo (Hacen falta empresarios creadores de empresarios, Océano). En el caso de la lectura no necesitamos más burocracias ni más spots ni más campañas masivas. Lo que hacen falta son lectores que contagien lectores: pequeñas comunidades, círculos de lectura, cofradías de lectores, personas afines que compartan y propaguen su felicidad, y fomenten en la práctica el placer de leer.
Las campañas mediáticas de lectura y las burocracias encargadas de los programas del fomento y la promoción del libro fundan su razón de ser en las estadísticas. Sus mediciones se plantean como metas, y las metas están sustentadas en recursos económicos que deben justificarse según su “impacto social”. Es por ello que se refieren no únicamente ya al número de beneficiarios (directos e indirectos), sino también (¡qué osadía!), al ¡número de lectores conseguidos! y a los ¡millones de horas de lectura acumuladas!
¡Qué gran desconocimiento del placer de la lectura! A fin de cuentas, todo se reduce a la estadística engañosa por delante, bajo el precepto tecnocrático-economicista de que “todo se puede medir y que lo que no se puede medir no existe”. Desde que llegó la tecnocracia al poder, ésta sostiene que incluso la felicidad puede medirse: el grado de bienestar y el nivel de conformidad se confunden con la felicidad, del mismo modo que el sistema educativo confunde escolarización y diplomas con educación y con saber.
Las campañas mediáticas de lectura y las burocracias tienen la peregrina certeza de que los lectores se fabrican, y que una fábrica de lectores (en serie) depende sobre todo de un combustible: el choro.
Desde que se entronizó la tecnocracia en los ámbitos de decisión, los choreros y gurús han alcanzado estamentos y jerarquías casi de divinidad. Lo mismo si parlotean de negocios que si hablan de karmas y de ángeles (que es otro tipo de negocio), los choreros tienen toda la “credibilidad”. Los evangelistas de la “autoayuda” y la “superación personal” están en todos los ámbitos, son contratados no sólo por la empresa privada sino también por el gobierno, y ya han invadido también el ámbito de la lectura divulgando todo su arsenal de supersticiones y galimatías.
Los choreros de la lectura veloz han vendido su humo a empresas y gobiernos, convenciéndolos de que lo que se necesita es leer rápidamente, siendo que el problema es que por leer “a la carrera” la gente ni estima ni entiende lo que lee y únicamente lo considera un requisito más para obtener calificaciones aprobatorias y diplomas. Así como se lee velozmente, se “estudia” velozmente. Hoy se ofrecen maestrías en línea en un año y especialidades en tan sólo ocho meses. De esto está lleno Internet.
Las campañas mediáticas de lectura confunden absolutamente las cosas. No es la cantidad de libros lo que hace a los lectores, sino los libros que se leen y la forma de asimilarlos y comprenderlos para integrarlos a la existencia cotidiana. Leer libros a destajo, y a la velocidad del rayo, no garantiza a nadie la felicidad lectora.
Las burocracias culturales están obsesionadas por las cifras, por los estándares, por los indicadores y los censos. Podemos entender por qué. Están convencidas que el dinero invertido debe producir algo contable. (Lo que no puede medirse, no existe.) Con esta lógica, si las becas producen artistas y escritores (que pueden contarse según las becas otorgadas) y las funciones artísticas y las actividades culturales producen “públicos” (es decir, concurrentes a esas funciones y actividades), los programas de lectura tienen que producir “lectores” (es decir, número de lectores) y horas de lectura (¡millones de horas de lectura!).
Las becas también producen libros escritos y publicados, aunque los becarios (si realmente son escritores) de todos modos iban a producir los libros que las burocracias enlistan y cuentan, lo mismo si son excelentes, buenos, malos, mediocres o pésimos (ya que extraordinarios casi nunca son). Pero la inversión cultural en lectura no produce lectores en número, sino que sensibiliza y ayuda a que esos lectores surjan más fácilmente sin que puedan contarse con exactitud y, a veces, ni siquiera estimarse con aproximación.
¿Alguien sabe cómo se gradúa un lector? ¿Se ha graduado porque ya leyó el Quijote? ¿Se ha graduado porque leyó más de 25 libros en un año? ¿Y qué con los que leyeron no el Quijote sino Harry Potter? ¿Y qué con los que leyeron sólo cinco o seis libros? ¿Y qué pasa con los que apenas leyeron uno o dos (entre los cuales no estaba el Quijote), pero que, para ellos, resultaron inolvidables?
Sí, son preguntas con ganas de molestar. Y como tales las formulo, porque quien se moleste con ellas, no ha entendido, sin duda, de qué va la lectura. ¿Números? Hablemos de números. ¿Estadísticas? Hablemos de estadísticas. ¿Lectura? Hablemos de lectura. Si un profesor consigue que el 10por ciento de sus alumnos (cuatro o cinco de ellos) se vuelvan lectores autónomos, habrá hecho mucho más que el profesor que encarga resúmenes de lectura a todo el grupo tan sólo por cubrir el programa y para quitarse de problemas.
Cuatro o cinco alumnos lectores se convierten en agentes contagiosos de su pasión, que llevan lo mismo a su casa que al círculo de amigos. La lectura funciona con pequeñas células que transmiten su pasión y van haciendo ondas concéntricas en el lago de su entorno. Esto es lo que no han entendido ni las burocracias ni las campañas mediáticas de lectura.
El placer de leer no puede ser controlado, ni mandado, ni racionado. Medir la lectura es como querer medir el amor. (¿Cómo se mide el amor? ¿Por celos? ¿Por orgasmos?) La lectura no se mide por la cantidad de libros. Pero, por lo demás, ¿quién diablos necesita medir la lectura? No, por cierto, los lectores que, cuando lo son, son desmedidos. La medición de la lectura es asunto de las burocracias: para justificar el “gasto” cultural y los altos salarios de los altos funcionarios que, según esto, tienen derecho a esos altos salarios porque producen altos beneficios contables. Qué fácilmente quieren tomarnos el pelo.
Escribir es muy fácil, dijo alguna vez Augusto Monterroso: lo único que se necesita es lápiz y papel. Leer es todavía más fácil: lo único que se necesita es leer. (¿Cómo se aprende a nadar? Nadando.) Lo endemoniadamente difícil no es escribir, sino escribir bien. Lo endemoniadamente difícil no es leer, sino leer bien.
Lo indudable es que ni escribir ni leer son prácticas complicadas cuando se está alfabetizado. Los que complican estas prácticas son las escuelas y las burocracias. Vigotsky comprobó que todos los niños saben contar historias y desean contar la suya. Lo malo es que la escuela les frustra su deseo: para un niño, no hay nada peor, decía Vigotsky, que un cuaderno lleno de taches rojos sobre su historia, es decir sobre su vida.
Lo que necesitamos es animar a escribir, a leer y a contar las propias historias, pero lo que hacen muchas organizaciones educativas y burocráticas es legitimar el desánimo. Raoul Vaneigem tiene razón cuando, en su libro Aviso a escolares y estudiantes (Debate, Madrid, 2001) afirma: “Aprender sin deseo es desaprender a desear”. Para este pensador, “una escuela en la que la vida se aburre sólo enseña la barbarie”.
El máximo bien de las personas es la inteligencia, porque la inteligencia, cuando realmente lo es, va acompañada de ética, sensibilidad y cortesía. Es por ello que el objetivo fundamental de la escuela es desarrollar la inteligencia y no únicamente adiestrar en las competencias técnicas y científicas. Un científico sin inteligencia emocional puede ser más dañino que un lego con inteligencia y sensibilidad. Esto es lo que no ha comprendido del todo nuestra sociedad fundamentada en el consumo: se consumen cosas lo mismo que se consume escolarización y se consumen libros.
Sólo con una mentalidad consumista podemos estar realmente convencidos de que la medida de la cultura es la cantidad de libros que leemos, y que mientras más libros consumimos, más profunda y más amplia es nuestra cultura. Estamos atrapados en una concepción deshumanizada de la cultura y el conocimiento, pues si el conocimiento no nos sirve para ser más felices y para tener una vida más íntegra, nos sirve realmente para muy poco.
Es a esto a lo que el pensador español José Antonio Marina llama “la inteligencia fracasada” (La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez, Anagrama, Barcelona, 2008). Explica: “La inteligencia fracasada pare dos terribles hijas: la desdicha evitable y la maldad, que añade sin remedio desgracia a la desgracia. Son nuestras dos grandes derrotas, cada cual con copiosas genealogías que he inventariado: fanatismo, insensibilidad, desamor, violencia, rapacidad, odio, afán de poder, miedo. La historia produce una resaca amarga y desolada. ¿Por qué no aprendemos?”
Lo cierto es que la escuela ha dejado de ser, en muchos sentidos, un sitio para desarrollar la inteligencia y la sensibilidad; por ello, también, no es el mejor lugar para disfrutar la lectura, aunque debiera serlo.
Todos tendríamos que saber que, en realidad, fuera de lo utilitario, no hay ninguna razón para leer que nuestras propias razones. Y cada quien tiene razones distintas. Kafka tenía la suya cuando dijo: “Un libro ha de ser un hacha para romper el mar helado dentro de nosotros”. Es sin duda una buena razón que, en la escuela o en la casa, casi nunca nos dan para leer.
A causa de que las burocracias no saben esto último, es que fracasan los programas y las campañas de lectura, que persiguen únicamente estadísticas. Y en este fracaso han conseguido todo lo contrario de lo que presuntamente se proponían. Existe hoy una enorme cantidad de personas vacunadas para siempre contra la lectura. ¡Les hicieron sufrir el placer! O le vendieron el mal cuento de que los lectores se miden por la cantidad de libros y de horas que han leído. ¡Vaya cuento! ¡Vaya desilusión! 

Juan Domingo Argüelles
Poeta, ensayista, editor, divulgador y promotor de lectura. Sus más recientes libros: Escribir y leer con los niños, los adolescentes y los jóvenes (Océano, 2011), Estás leyendo... ¿y no lees? (Ediciones B, 2011), Lectoras (Ediciones B, 2012), La lectura (Fondo Editorial Estado de México, 2012) y Antología general de la poesía mexicana (Océano/Sanborns, 2012), Edades (Parentalia, 2013) y Final de diluvio (Hiperión/Universidad Autónoma de Nuevo León, 2013).
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