Revolución de la lectura en el Río de la Plata
Historia. La circulación masiva del papel impreso fue un vehículo de cultura y de difusión de las ideas desde fines del siglo XVIII hasta principíos del XX. Libros, lectores, diarios y editoriales fueron los protagonistas de ese boom.
En su cuaderno, Raudelinda Pereda, alumna de una escuela de
Tacuarembó, Uruguay, escribió en 1898: “¿Habrá algún ser racional tan
desdichado que ignore lo que es y cuánto vale la escuela? Es la escuela
ese centro sublime de educación en el que con facilidad se instruyen las
personas. Es en ella donde con alegría se estudia, donde se encuentra
un amable maestro que hace empeño por la educación de los niños, es en
fin donde se pasan las mejores horas de la infancia.” En la página, la
maestra anota al final de la composición: “¡Escriba con más cuidado y no
borronee!” Estudiar con alegría, que la lectura y la escritura nos
brinden las mejores horas: ¿cómo se edificó ese “centro sublime”? Los
libros de texto y ejercicios y dictados escolares inculcaron identidad
de género y espíritu patriótico, instruyeron y gestaron fervor.
Hoy apenas se conservan unos pocos cuadernos escolares de alumnos rioplatenses del siglo XIX. Esta es una de las fuentes estudiadas por William Acree en su libro La lectura cotidiana. Cultura impresa e identidad colectiva en el Río de la Plata, 1780-1910 (Prometeo se encargó de la versión castellana del libro Everyday Reading: Print Culture and Collective Identity in the Rio de la Plata, 1780-1910 , Vanderbilt University Press, Nashville, 2011). Este profesor de literatura y cultura popular latinoamericanas en Washington University, St. Louis, considera que “Uruguay y la Argentina son los ejemplos más completos en América Latina de cómo se desarrolla la intersección entre medios impresos e identidad colectiva.” En ambos países, que cuentan con las tasas de alfabetización más altas en América Latina desde fines del siglo XIX, los libros de texto condensaron el estrecho vínculo entre la imprenta, el poder político e identidades sociales durante la década de 1890 y la primera década del siglo XX. Las leyes de educación pública en Uruguay (1877) y Argentina (1884) pusieron bajo el control estatal una gran cantidad de medios impresos, asegurando la provisión de textos “correctos” mediante cuerpos selectores. Desde entonces, el libro de texto comenzó a ser uno de los sectores más rentables del mundo editorial, especialmente porque se trazaron lazos íntimos entre los consejos selectores y la industria editorial. Acree recuerda el caso de Angel Estrada, fundador de la editorial Estrada: de vendedor de vinos y papeles importados, este amigo de Sarmiento puso su foco en la educación y su imprenta se convirtió en la mayor productora de libros de texto. El nene, de Andrés Ferrey-ra, fue su libro más vendido, con 120 ediciones desde 1895 hasta 1959.
Desde 1870 se fueron sumando lectores y bibliotecas públicas y circulantes (apoyadas por Sarmiento, criticadas por el clero), pero la expansión significativa de público lector llegó con la educación pública, la demanda de textos “nacionales” y el apoyo a la industria nacional del libro de texto en detrimento de las obras traducidas y las usadas en España. La tarea de superar –¡cuándo no!– la crisis social, poner fin al crimen en las ciudades y orden en las campañas, e integrar y nacionalizar inmigrantes, comenzaba entonces con el establecimiento de sistemas de educación, con la diseminación de “sembradores de abecedarios” (expresión de Juan Pedro Varela, director de Escuelas de Uruguay). Los textos dignos de sello oficial de aprobación debían “imprimir en el niño lo que es y debe ser la conducta del hombre”: “¿Sabes tú lo que es la PATRIA? Sin duda ya han recogido tus oídos esta palabra y en más de una ocasión al ver el entusiasmo que al aclamarla les producía a los hombres que en numerosa manifestación recorrían la calle, has sentido ansias de agitarte, de lanzar un grito y mezclar tu entusiasmo y tu alegría al entusiasmo y a la alegría general.” José Manuel Eizaguirre, La patria: Elementos para estimular en el niño argentino el amor a la patria y el respeto a las tradiciones nacionales , 1895.
En 1890 comienzan también a escribirse libros expresamente para las alumnas: para formar “madres moralmente rectas y patrióticas” se vinculaban escuela, hogar y patria. Para “ellas”: cocinar, coser, limpiar y etiqueta adecuada para recibir visitas en casa. Tal “economía doméstica” era lo que la educación cívica para los hombres. Así se detallaba cómo las niñas debían abrir todas las ventanas, sacudir los colchones y limpiar los cuartos cuando se levantaban por la mañana: “Las niñas deben acostumbrarse a considerar las ocupaciones domésticas como una carga agradable y honrosa”, escribió Catalá de Princivalle en Lecciones de economía doméstica (Montevideo, 1905).
La lectura cotidiana era pública: el periódico leído en los púlpitos durante la etapa de la independencia, la poesía popular de la década de 1830, los libros de texto leídos en voz alta por los niños a su familia en la mesa de la cocina a fin del siglo XIX. La cultura impresa fue fundamental durante el período revolucionario para elaborar los repertorios simbólicos de las nuevas repúblicas: marchas militares, himnos nacionales, escudos y constituciones. Acree es categórico: “La cultura impresa rioplatense comenzó con palabras y guerras”. Esa poética patriótica reconocía la performatividad de lo impreso. Monteagudo alentó a leer en voz alta los periódicos que promovían el republicanismo y los jefes militares debían asegurar que esa lectura fuera atendida por los soldados. Moreno intuyó la función mesiánica del libro –ese libro, Biblia de la revolución, fue El contrato social de Rousseau– y la importancia de las bibliotecas –solicitó donaciones de libros y fundó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, base de la Biblioteca Nacional. La Declaración de Independencia fue una publicación de 1.500 copias en castellano, 1.000 en quechua y 500 en aymara. Rivadavia se encargó, en La lira argentina (1822), de compilar las poesías patrióticas.
La cultura impresa
En esta tarea fue central la imprenta, la primera imprenta. Desembalada en Buenos Aires en 1780, llegó de Córdoba, donde durmió doce años en el sótano de la universidad –apenas funcionó un año para el Colegio Monserrat y, en 1767, con la expulsión de los jesuitas, quedó en desuso–. El virrey Vértiz le escribió al rey Carlos II para pedirle la autorización del traslado y el rey despachó un certificado real de aprobación. Se la instaló en la Casa de los Niños Expósitos. Acree afirma: “Ni el rey ni el virrey imaginaban que estaban sentando las bases para el nacimiento de los medios impresos revolucionarios durante la guerra de la independencia”. Sin parar, las palabras impresas alimentaron el anhelo revolucionario y la pasión guerrera por la independencia. Esa imprenta, madre de todas armas retóricas en la lucha contra el poder monárquico, disparó cartas, edictos, libros de texto, el Contrato social de Rousseau, facturas, el Telégrafo Mercantil (primer periódico rioplatense), miles de circulares, poemas, documentos, canciones patrióticas ... hasta que su tipos se gastaron y, en 1824, el Estado debió abrir una nueva imprenta para preservar el arma de persuasión y condena, de convocatoria urgente a la acción, revolución e intensificación del lazo entre política, escritura y lectura pública. Entre 1835 y 1852, durante el segundo tramo rosista, la cultura impresa se cargó de fervor partidario y odio al enemigo. Igualmente, poco a poco, la literatura popular se infiltró en los patrones de la vida cotidiana y, en 1866, con Fausto: impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera, de Estanislao del Campo –escritor unitario–, emerge un best séller. De Los tres gauchos orientales (1872) de Antonio Lussich circularon 16 mil ejemplares. Pero el éxito de Martín Fierro (también de 1872) opacó los otros.
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Revolucion-lectura-Rio-Plata_0_1118888112.html
Hoy apenas se conservan unos pocos cuadernos escolares de alumnos rioplatenses del siglo XIX. Esta es una de las fuentes estudiadas por William Acree en su libro La lectura cotidiana. Cultura impresa e identidad colectiva en el Río de la Plata, 1780-1910 (Prometeo se encargó de la versión castellana del libro Everyday Reading: Print Culture and Collective Identity in the Rio de la Plata, 1780-1910 , Vanderbilt University Press, Nashville, 2011). Este profesor de literatura y cultura popular latinoamericanas en Washington University, St. Louis, considera que “Uruguay y la Argentina son los ejemplos más completos en América Latina de cómo se desarrolla la intersección entre medios impresos e identidad colectiva.” En ambos países, que cuentan con las tasas de alfabetización más altas en América Latina desde fines del siglo XIX, los libros de texto condensaron el estrecho vínculo entre la imprenta, el poder político e identidades sociales durante la década de 1890 y la primera década del siglo XX. Las leyes de educación pública en Uruguay (1877) y Argentina (1884) pusieron bajo el control estatal una gran cantidad de medios impresos, asegurando la provisión de textos “correctos” mediante cuerpos selectores. Desde entonces, el libro de texto comenzó a ser uno de los sectores más rentables del mundo editorial, especialmente porque se trazaron lazos íntimos entre los consejos selectores y la industria editorial. Acree recuerda el caso de Angel Estrada, fundador de la editorial Estrada: de vendedor de vinos y papeles importados, este amigo de Sarmiento puso su foco en la educación y su imprenta se convirtió en la mayor productora de libros de texto. El nene, de Andrés Ferrey-ra, fue su libro más vendido, con 120 ediciones desde 1895 hasta 1959.
Desde 1870 se fueron sumando lectores y bibliotecas públicas y circulantes (apoyadas por Sarmiento, criticadas por el clero), pero la expansión significativa de público lector llegó con la educación pública, la demanda de textos “nacionales” y el apoyo a la industria nacional del libro de texto en detrimento de las obras traducidas y las usadas en España. La tarea de superar –¡cuándo no!– la crisis social, poner fin al crimen en las ciudades y orden en las campañas, e integrar y nacionalizar inmigrantes, comenzaba entonces con el establecimiento de sistemas de educación, con la diseminación de “sembradores de abecedarios” (expresión de Juan Pedro Varela, director de Escuelas de Uruguay). Los textos dignos de sello oficial de aprobación debían “imprimir en el niño lo que es y debe ser la conducta del hombre”: “¿Sabes tú lo que es la PATRIA? Sin duda ya han recogido tus oídos esta palabra y en más de una ocasión al ver el entusiasmo que al aclamarla les producía a los hombres que en numerosa manifestación recorrían la calle, has sentido ansias de agitarte, de lanzar un grito y mezclar tu entusiasmo y tu alegría al entusiasmo y a la alegría general.” José Manuel Eizaguirre, La patria: Elementos para estimular en el niño argentino el amor a la patria y el respeto a las tradiciones nacionales , 1895.
En 1890 comienzan también a escribirse libros expresamente para las alumnas: para formar “madres moralmente rectas y patrióticas” se vinculaban escuela, hogar y patria. Para “ellas”: cocinar, coser, limpiar y etiqueta adecuada para recibir visitas en casa. Tal “economía doméstica” era lo que la educación cívica para los hombres. Así se detallaba cómo las niñas debían abrir todas las ventanas, sacudir los colchones y limpiar los cuartos cuando se levantaban por la mañana: “Las niñas deben acostumbrarse a considerar las ocupaciones domésticas como una carga agradable y honrosa”, escribió Catalá de Princivalle en Lecciones de economía doméstica (Montevideo, 1905).
La lectura cotidiana era pública: el periódico leído en los púlpitos durante la etapa de la independencia, la poesía popular de la década de 1830, los libros de texto leídos en voz alta por los niños a su familia en la mesa de la cocina a fin del siglo XIX. La cultura impresa fue fundamental durante el período revolucionario para elaborar los repertorios simbólicos de las nuevas repúblicas: marchas militares, himnos nacionales, escudos y constituciones. Acree es categórico: “La cultura impresa rioplatense comenzó con palabras y guerras”. Esa poética patriótica reconocía la performatividad de lo impreso. Monteagudo alentó a leer en voz alta los periódicos que promovían el republicanismo y los jefes militares debían asegurar que esa lectura fuera atendida por los soldados. Moreno intuyó la función mesiánica del libro –ese libro, Biblia de la revolución, fue El contrato social de Rousseau– y la importancia de las bibliotecas –solicitó donaciones de libros y fundó la Biblioteca Pública de Buenos Aires, base de la Biblioteca Nacional. La Declaración de Independencia fue una publicación de 1.500 copias en castellano, 1.000 en quechua y 500 en aymara. Rivadavia se encargó, en La lira argentina (1822), de compilar las poesías patrióticas.
La cultura impresa
En esta tarea fue central la imprenta, la primera imprenta. Desembalada en Buenos Aires en 1780, llegó de Córdoba, donde durmió doce años en el sótano de la universidad –apenas funcionó un año para el Colegio Monserrat y, en 1767, con la expulsión de los jesuitas, quedó en desuso–. El virrey Vértiz le escribió al rey Carlos II para pedirle la autorización del traslado y el rey despachó un certificado real de aprobación. Se la instaló en la Casa de los Niños Expósitos. Acree afirma: “Ni el rey ni el virrey imaginaban que estaban sentando las bases para el nacimiento de los medios impresos revolucionarios durante la guerra de la independencia”. Sin parar, las palabras impresas alimentaron el anhelo revolucionario y la pasión guerrera por la independencia. Esa imprenta, madre de todas armas retóricas en la lucha contra el poder monárquico, disparó cartas, edictos, libros de texto, el Contrato social de Rousseau, facturas, el Telégrafo Mercantil (primer periódico rioplatense), miles de circulares, poemas, documentos, canciones patrióticas ... hasta que su tipos se gastaron y, en 1824, el Estado debió abrir una nueva imprenta para preservar el arma de persuasión y condena, de convocatoria urgente a la acción, revolución e intensificación del lazo entre política, escritura y lectura pública. Entre 1835 y 1852, durante el segundo tramo rosista, la cultura impresa se cargó de fervor partidario y odio al enemigo. Igualmente, poco a poco, la literatura popular se infiltró en los patrones de la vida cotidiana y, en 1866, con Fausto: impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera, de Estanislao del Campo –escritor unitario–, emerge un best séller. De Los tres gauchos orientales (1872) de Antonio Lussich circularon 16 mil ejemplares. Pero el éxito de Martín Fierro (también de 1872) opacó los otros.
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Revolucion-lectura-Rio-Plata_0_1118888112.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario