martes, 12 de noviembre de 2013

Qué es esa cosa llamada ciencia?

¿Qué es esa cosa llamada ciencia?

Epistemología. Hace 33 años llegaba a las clases de Pensamiento Científico del CBC (UBA) un libro de ciencias que se transformaría en un clásico. Quien fuera titular de esa cátedra, habla de este texto clave.

POR ESTHER DIAZ

Doctora en Filosofía.
Hace unos meses me topé con un viejo amigo que, con su sola presencia –y unas cuantas horas de lecturas– reafirmó mis consideraciones acerca de la negación del arte por parte de la ciencia. Concedo que lo de amigo es una metáfora. En realidad lo frecuenté mucho tiempo pero él ni me conoce. Llegamos al mundo el mismo año –1939– pero a varios kilómetros de distancia. Yo nací en Buenos Aires y vivo en esta ciudad, Alan nació en Bristol y vive en Sydney. Su apellido es Chalmers.
Al festejarse 30 años de la aparición del libro que lo hizo famoso lo reescribe para la tercera edición. En ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?
(Siglo XXI, 2010), de cuya portada ha desaparecido el gato sonriente, Chalmers anuncia reescrituras y nuevas críticas. ¿Resultado? Se asemeja un poco a don Quijote dando vueltas y más vueltas sin traspasar nunca los límites de la Mancha. Inductivismo, hipotético deductivo, falsacionismo y un poco más de probabilismo y experimentación. Sin embargo, el autor no ha perdido la razón como el hidalgo castellano. Exhibe la prolijidad de siempre para argumentar en el territorio de lo mismo. Desarrolla los principales tópicos de la epistemología anglosajona sustentados en la convicción de que la ciencia es exclusivamente conocimiento y está exenta de deseos. ¿Poder, ética, arte?, de eso no se habla. Aunque Chalmers, en medio de esta epistemología solemne, se permite algún rasgo de humor. Inglés por cierto, pero humor al fin.
Al erradicar la creación estética de los proyectos científicos la ciencia se priva de trasformaciones creativas y hasta placenteras (no es necesario ser solemne para ser sólido). Veamos cómo funciona el arte en ámbitos aparentemente más improbables que los de la ciencia.
Una cárcel de alta seguridad en la periferia de Roma. Pasillos infinitos, candados y cerrojos. Aislamiento. Músculos como para competir con la dureza de los barrotes. Máximo calibre de tensión entre estos seres cuyo futuro está determinado de la peor manera. Hombres de crímenes y acero asisten a un insólito casting en el corazón mismo de la prisión. El director teatral del penal los convoca para un clásico de Shakespeare, Julio César. Esas almas encallecidas se transforman interpretando la ira, la traición, el dolor y la culpa desde sus propios dialectos. La dimensión estética les devuelve la dignidad perdida. La vida –aun la del encierro- cobra sentido desde el milagro del arte. La película Cesar debe morir de Paolo y Vittorio Taviani, proyecta una metamorfosis creativa promovida por la magia del arte aun en espacios habitados por manos impregnadas de sangre.
Pero no sólo la cárcel interactúa con el arte, las grandes instituciones religiosas se engrandecen con sus producciones estéticas, desde la sublimidad del arte sacro al esplendor del arte islámico. También el poder económico se fortalece con la creatividad. Desde el acaudalado Mecenas latino a empresas multinacionales protectoras de virtuosos. Sólo el autismo cientificista y la epistemología hegemónica parecieran negar que la investigación genuina requiere libertad estética.
Retomemos a Chalmers. Hay que reconocer que fue un buen instrumento para muchos docentes que trabajábamos en la recién renacida democracia argentina. Corría el año 1985 y los profesores de Pensamiento Científico nos regocijamos con la llegada de ese libro que, si bien no se salía del libreto neo-positivista, lo hacía de manera llevadera, con claridad didáctica y, según el autor, críticas cruciales. Aunque sus críticas no pasan de ser un tirón de orejas entre amigos. La obra, como es de rigor en este tipo de epistemología, no establece relación alguna con el contexto político social, lo temporal tampoco se tiene en cuenta, como si la ciencia fuera una Afrodita impoluta sin pecado concebida. No se alude tampoco a otras perspectivas epistemológicas, como si la anglosajona fuera “La Epistemología” (con mayúsculas). Mejor dicho, hay una mención mínima –en una de las escasas citas a pie de página– acerca de los estudios sociales de la ciencia, que se resuelve en nueve renglones de letra chica, ridiculizándolos.
De modo tal que, exceptuando su indiscutible valor didáctico, ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?
parece una charla amable entre flemáticos angloparlantes exentos de incertidumbres. Su visión de la ciencia es la verdadera; por lo tanto, la única. Están satisfechos. Hasta se los puede imaginar bebiendo brandy y brindando por la salud de la reina.
Chalmers es un paradigma de la concepción de la ciencia jerárquica, encerrada en su historia interna, sin relación con el poder y negadora de las consecuencias tecnológicas que no siempre son positivas. Una ciencia incontaminada con el barro de la realidad y menos aún con la libertad del arte. Desde su asepsia vital Chalmers describe amigablemente una epistemología sin espesor dramático ni visceralidad.
Dramatismo y visceralidad en cambio abundan en otros ámbitos. Pensemos en Siberia, siglo XIX. ¿Quién no conoce las condiciones de vida de los allí condenados? Frío, guisos incomibles, disentería, palizas, trabajos forzados. Dostoievski relata su propia experiencia carcelaria en memoria de la casa de los muertos donde se sufre todo el año menos un día, el de Navidad, en el que acontece una obra teatral. Los presos actores se esconden detrás de las corrales y repiten sus ensayos, adoptan aires de misterio, quieren sorprender a sus compañeros a los que el resto del año agreden o ignoran.
En el momento de la función estalla una camaradería desconocida. Cuando los personajes cobran vida los internos sonríen, se codean, chasquean la lengua, quedan extasiados. Hacia el final la alegría llega al paroxismo. Esas vidas encadenadas de pronto olvidan sus angustias y se transforman.
Como en un juego de espejos podemos ver nuevamente a los forzados de los Taviani y sus líneas de fuga aun cuando permanezcan en el penal. Los actores con una sola excepción son condenados, la mayoría a cadena perpetua. Salvatore Striano, el único ex presidiario y el único actor profesional de la película, se conmociona abrazado al cadáver de Cesar. Su gesto permite atisbar la torsión existencial producida por la creación estética.
Ahora bien, si el arte expande las fronteras de la sensibilidad incluso en las más fieras prisiones, ¿qué magia no alumbraría en la ciencia? Hasta Chalmers, en una concesión enunciada tan a último momento que casi “se cae” del libro, marca una falencia de los científicos, dice que no son expertos en distanciarse de su trabajo como para reparar en las “ciencias de la creación”. ¿No se tratará entonces de debatir sobre la relación de la ciencia con la estética? Pues lo artístico amplía las vivencias, excita la imaginación y nos libera de regímenes dogmáticos -científicos, religiosos, políticos- llevándonos por sendas patinadas hacia instantes ciegos de luz blanca en los que pueden irrumpir ideas inesperadas. 

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